miércoles, 26 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 18

LOS ÁNGELES 2
El turista accidental que uno siempre es cuando abandona la faja que lo sujeta a en casa como en ningún sitio, aparece sin tapujos, y con todas su contradicciones a cuestas, en cuanto pone los pies en Los Angeles. Fuera de ese kilómetro 0 que es el centro original colonial y la catedral de Rafael Moneo, todo ordenado a la vieja usanza europea, la referencia de las autopistas para entrar en la ciudad, que mencionaba en el escrito de ayer, se traslada una vez dentro a la intrincada red de calles y avenidas que se extiende a lo largo y ancho de su enorme término municipal. Así como otras ciudades son conocidas por ser la meca de alguna de las industrias que han ido apareciendo desde la primera revolución industrial, automoción, electricidad, espacio, digital, Los Ángeles es conocida en todo el planeta por ser la ciudad que vio nacer la industria del cine: Hollywood. El cine es un invento europeo, los hermanos Lumiére mediante, pero su evolución hasta convertirse en un acontecimiento al alcance de cualquier espectador en cualquier rincón del mundo tiene su emblema indiscutible en ese cartel, Hollywood, cuya tipografía luce como el primer día en lo alto de la misma colina. Algo que no deja de sorprenderme si tengo en cuenta que alrededor de la industria del cine nace también la industria de la moda, de las tendencias cambiantes y, sobre todo, la industria de la prisa subida a esas plataformas de lanzamiento con una velocidad de crucero cada vez más elevada, creadas alrededor de la televisión  y de los dispositivos digitales de nuestro presente pantallista. Ponerme delante de ese añejo cartelón, hechas sus letras con el aliño indumentario de un carpintero de provincias, sin que a nadie de los estudios que han ido creciendo a sus pies, abajo de la colina, se le haya ocurrido escribirlo con la caligrafía propia de ese aceleramiento digital en el que vivimos, no deja de intrigarme cada vez que me topo con su estampa, lo cual es perfectamente factible desde muchos de los rincones de la ciudad por donde paseo. Así que tenemos una industria del celuloide multimillonaria en sus logros, que ha hecho realidad los sueños de millones de hombres y mujeres durante todo el siglo XX, y que se sigue promocionando urbi et orbi con un cartel de barraca para la feria de un pueblo. Sin ir más lejos, hago un paréntesis para destacar como contrapunto las obras de arte digitales que los magnates de las Vegas han mandado construir para renovar lo que es la marca del lugar: los neones que iluminan de día y, sobre todo, de noche sus calles y  hoteles-casinos. He de reconocer que superado el primer efecto sorpresa acabó por gustarme el cartelón de marras. Sabiendo la historia de lo que ha crecido debajo de la colina donde permanece instalado, me parece un ejercicio de la generosidad y austeridad que lucen los dioses del Olimpo moderno. Pues imagino que eso es lo que representa. Nada hace pensar que, viéndolo una vez y otra, bajo sus auspicios haya crecido la industria más rutilante que nunca antes imaginó la humanidad. Por lo demás, todo lo que ha hecho posible que tanto brillo anide durante algunas horas en mi corazón está, digámoslo así, medio oculto entre las calles de esta ciudad impar. Pues siendo la exhibición y el exhibicionismo las señas de identidad de esta industria y de este arte (así por este orden), sus mimbres materiales permanezcan ocultas a la mirada del turista accidental. Lo cual, bien mirado, es una manera pertinente de que pueda entender, al fin, las relaciones de parentesco paterno filial que existen entre lo que llamamos realidad y lo que pensamos que es la ficción. La persona y la máscara. Basta con ir al paseo de la fama o colarte en la rutina de alguno de los estudios, tipo Warner, o hacer un recorrido por Berbery Hills, para entender esto que digo. Desde la época helénica, nunca los dioses habían estado, a pesar de su discreción, tan cerca o al alcance de los humanos. El cristianismo estableció una distancia insalvable entre el único Dios y sus diversas criaturas, que determinó la mirada del orbe occidental durante milenios. Hoy esa mirada, que es la dominante entre los turistas accidentales que por Los Ángeles caminamos, se convierte en un estorbo, y puede inducir a equívocos. Es habitual escuchar entre esos turistas accidentales y occidentales, europeos mayormente, que Los Ángeles es una ciudad sin interés y, además, muy difícil de visitar debido a las distancias tan enormes que hay. Algo que, por mucho que le preste atención, no se que quiere decir, aunque se que quiere decir algo. ¿Cómo es posible que amantes de las series televisivas y del internet, no les guste la cuna de todo eso? Vuelvo de nuevo a la calamitosa pedagogía que se hace entre realidad y ficción, justo en el momento histórico actual cuando es más necesario que nunca hacerla. La visita a Los Ángeles así lo denuncia. O dicho de otra manera y por atenerme al pantallismo imperante, no es lo mismo deslizar los dedos por la pantalla (realidad) que meter sus huellas en lo que hay debajo (ficción). Como anécdotas significativas destacar mi visita a la casa donde vivió Joe Dimagio con la mujer de sus sueños, Marilyn Monroe, y la última cena, antes del regreso a Europa, en Santa Monica (otro hito del camino real) en el restaurante de Forrest Gump. De nuevo el cine. Es imposible abrir la boca y pronunciar la palabra significación, es decir, lo que atraviesa se dé cuenta o no al turista accidental, sin que aparezcan las imágenes de cine a darte la bienvenida, de esa manera en que no se sabe si Monroe es real y Gump ficción. O si la cosa es al revés. Con estas disquisiciones, que no acaban de resolverse nunca, uno va entrando poco apoco en el alma verdadera de Los Ángeles.