miércoles, 5 de septiembre de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 7

LO ESPECTRAL
Lo de ver la solución o alivio a las angustias existenciales personales mediante el hecho de lanzarse al camino o a la carretera, eso que en términos cervantinos sería coger carretera y manta, lo llevaba yo oculto entre algún pliegue de mis pertenencias y aperos del viaje californiano, pues intuyo que esa tradición de caminar hacia uno mismo transitando por los espacios abiertos no solo había producido libros y películas, sino que a buen seguro había dejado un buen numero de testimonios de esas andaduras que, al fin y a la postre, han acabado por modelar el carácter de los norteamericanos. Los primeros pioneros se lanzaron al camino atraídos febrilmente por el oro que algunos periodistas del Este situaban en sus reportajes a muchos kilómetros en la costa oeste. El narrador de “En el camino” reconoce que acaba de pasar una grave enfermedad (únicamente nos dice que se ha separado de forma tormentosa de su mujer) de la que no tiene intención de decir ni pio en ninguna de las páginas del libro que el lector tiene entre las manos, pero que lo ha dejado lo suficientemente pálido como para emular a los jinetes solitarios de hace un siglo y lanzarse a la carretera al volante de su coche y al lado del mejor compañero para hacer el camino, Dean Moriarty. En ambos casos la fiebre riega los caminos y aúna en un único propósito geografía e historia, que de otra manera, digamos en un estado mas saludable de rutina laboral y familiar, suelen ir cada una por su lado. Yo mismo he tenido que hacer un esfuerzo de imaginación continuo para sobreponerme al hecho de ir durante muchos kilómetros encerrado entre las cuatro paredes acondicionadas del coche que he utilizado para desplazarme de un lugar al otro. Una de las secuelas o efectos secundarios de los accesos febriles, como seguro bien sabes, son las alucinaciones y, por tanto, la proclividad a ver espectros a la vera del camino o detrás de puertas y ventanas. Mi preocupación era que ninguno de estos espectros, al fin y al cabo inmejorables representaciones de esa unión entre geografía e historia que produce la fiebre viajera hacia un destino del todo desconocido, quedara fuera de la influencia de mi mirada. Intuía que si les prestaba mi atención durante unos minutos, sería suficiente para abrir un agujero en las paredes acolchadas del coche en el que viajaba, y dejar que entraran. El pueblo minero de Calico había sido el primer espectro de este viaje. Utilizo el término espectral no para calificar despectivamente a estos testimonios que me encuentro en el camino de la Ruta 66, sino más bien para definir o acotar la relación que mantengo al contemplarlos. Yo no sé todo de ellos y ellos no saben nada de mi. Nos acabamos de conocer y sabemos las diferencias que nos separan y, a pesar del paso del tiempo, lo que permanece hace que yo los busque y que ellos se mantengan pacientemente ahí esperando mi visita. Con lo espectral me refiero a lo que no se ve pero está entre nosotros, por ejemplo, entre la escuela o el salón de Calico y yo cuando me coloco delante, o entre el pequeño puente que espera el agua que nunca pasa por debajo y yo que paso por arriba. Pienso que esa es la razón oculta de que el turista actual haga tantas fotos, sin saberlo o sabiéndolo, vete tu a saber, y tal vez sin conseguirlo siempre, quiere llevarse el alma de lo que mira, y conversar después en su casa donde habita cada día. Quizá sea un efecto del sedentarismo de nuestra forma de vida moderna, o también una forma de mostrar la nostalgia del nomadismo antiguo definitivamente perdido. Por tanto, lo espectral entendido así nos interpela a ambos, al cuerpo y al alma de ambos, al espectro y al turista, en oposición a lo actual, por utilizar una palabra que no me parece la más apropiado por su excesivo uso o manoseo, que solo me afecta a mí en tanto en cuanto me desplazo en el coche acolchado, saltando de espectro en espectro. De esta manera me topé con la vieja gasolinera de Hackberry y con la gran locomotora del ferrocarril ya  en Kingman, final de la primera etapa. Dos espectros clásicos de la mitología del oeste norteamericano. Alrededor de la gasolinera de Hackberry habían organizado un museo con todos los objetos que definieron su uso cuando daba servicio a los coches de principios del siglo XX, cuando todavía no era un espectro. La locomotora de 1939 está situada a la entrada de Kingman y es una obra de arte de la edad del hierro de la primera revolución industrial, la anterior a la segunda revolución del cristal y del acero. La pregunta es, ¿cuántos objetos o chismes de los que hoy son de uso y servicio actuales ganarán la medalla de espectros de aquí a veinte años? Calico, la gasolinera y la locomotora, pensé, puede que sean los últimos espectros porque son los que llevan incorporado, a pesar de su aparatosidad y gravedad material, el estigma de lo invisible, de lo que no se ve, en fin, el estigma espiritual de la época en la que fueron, digamos, inútilmente serviciales. Pues aquella época desapareció pero ellos permanecen, ahí, espectrales en su utilidad eterna.