Franz Kafka venía a decir que lo que le falta al mundo es también mundo y se expresa por su negatividad."Yo he asumido intensamente la negatividad de mi tiempo, que además me es muy cercano, y que no tengo derecho a combatir, pero que en cierta medida tengo el derecho de representar." Antes que indignarse o querer ponerlo todo patas arriba, Kafka ilumina con sus palabras la asunción intensa de la negatividad del mundo que le tocó vivir, que no fue otra que el principio del que hoy vivimos nosotros, eso sí, con grandes dosis de desesperación y revolucionarismo de salón. He de confesar que admiro ese talante del escritor checo, que da la dimensión cabal de lo que es el enorme talento que despliega en las obras que dejó escritas. Una literatura que, por ser descarnada en su forma expositiva, invita a traerla a nuestra vida cotidiana para hacer las oportunas comparaciones. Una de las negatividades más acusadas de nuestro tiempo, que al contrario se Kafka soy incapaz de asumir, es la sincera vulgaridad (que quede claro que la hay ilustre, como bien argumenta Javier Gomá en su libro, “Ingenuidad aprendida”) que han asumido, estos si, quienes se encargan en la actualidad de la educación en nuestro país, a saber, padres, profesores y, por ende, alumnos. Así de sinceros todos, al unísono, han declarado la guerra a la infelicidad y no a la ignorancia, como era de esperar dada su condición irrenunciable de ser los transmisores y receptores de la humanidad en el momento presente de la existencia humana. O dicho al estilo kafkiano, han declarado la guerra a la muerte y no a su propia inmortalidad, como era de esperar dada su condición insalvable de seres mortales. Para entendernos, siguiendo la decisión tomada por el escarabajo de Kafka, han preferido vivir como animales humanos, antes que hacerlo como verdaderos seres humanos. Siempre que llega el día en el que oficialmente comienza el curso escolar, me coloco de forma discreta en los aledaños de la entrada del instituto de mi barrio para observar cómo se acercan los diferentes escarabajos educativos. Carmen Arjona, una de las profesoras del instituto que más se queja de lo que le falta a la educación, un ideal, lo que le lleva a reconocer sin engaño la forma negativa en que se manifiesta esa carencia, incompetencia general de sus protagonistas. Me reconoció al acabar el curso anterior que lo dejaba, que se tomaba un año sabático pasado el cual ya vería hacia donde enfocaba su destino profesional. Arjona pertenece a la última generación de enseñantes que busca desesperadamente una plaza en propiedad pero, a diferencia de otros de su quinta, no a cualquier precio. Hija como es de la nueva pedagogía de la modernidad europea, construida sobre el principio de autenticidad, tampoco sabe como tasar el precio que tiene que pagar por tener plaza fija. Arjona es partidaria de la espontaneidad de los alumnos en el proceso de su aprendizaje, pero tiene claro que ese proceso, con sus procedimientos, derechos y deberes, los diseña ella. La espontaneidad no puede atentar contra la búsqueda de la virtud y la excelencia que debe acompañar siempre al aprendizaje de cualquier ser humano, pues eso es atentar alevosamente contra el ideal educativo. Esa es su función primordial, me dice, que sin tenerlo claro que es si intuyo cuando van contra él. Platon, de nuevo. Esa visión romántica del genio espontáneo de chistera, conejo y varita mágica, dice Arjona, que perdura incomprensiblemente entre el materialismo militante y monetario de muchos de sus colegas, es inaplicable en el estadio democrático educativo y cultural de las sociedades de masas actuales. Alentar a los alumnos a ser auténticos hasta para ir al baño, como propone esta línea pedagógica imperante, es alentar a que la arbitrariedad de esos sujetos (propia de su edad y condición) se apodere del campo de acción del aprendizaje, que es más que un campo acotado, pero que no es la selva. Es en este giro lingüistico donde se ceba la incompetencia a que antes me refería, insiste Arjona. Siendo así que la natural arbitrariedad de los unos y la incompetencia consentida de sus mayores, produzca esa religión laica moderna (apoyada de forma impagable, como un catecismo, por la tecnología digital a la que están adscritos) de la que sinceridad vulgar de todos, que pone por encima de todo, incluso de la virtud y la excelencia necesaria para que se dé el aprendizaje de su humanidad en el ser humano. Nadie se puede educar en la selva (tampoco en la selva digital), pues su ley, como todos los padres y profesores saben, es la del más fuerte, cuya verdadera autenticidad no puede ser nunca creativa (tal y como correspondería a quien está aprendiendo y enseñando, de forma recíproca e intercambiable), sino exclusivamente gastronómica. Es decir, como ya sabemos por los documentales de la 2 y los grupos de whatsapp, en la selva el más fuerte se come siempre al más débil. Una autenticidad creativa que no es genial y permanente, sino provisional y fruto del esfuerzo, la atención y el reconocimiento del otro. No hay tipos geniales, sino que algunas de sus obras pueden llegar a serlo, con el paso del tiempo y la mirada atenta de los otros. O dicho de otra manera, un ser humano siempre es inferior a sus creaciones. Como esperaba, de hecho fui a la puerta del instituto para corroborarlo, vi como Carmen Arjona caminaba cansinamente esa primera mañana de curso hacia su destino, que, de momento, una año más continuaría invariablemente con mirada de escarabajo, atado a la disciplina de un horario dentro de la jaula del aula, donde seguiría aguantando a unos alumnos, que no quieren aprender al menos, si la cosa no cambia, que ellos serán los futuros escarabajos kafkianos. Lo mismo que le iba a suceder a la falta de un ideal educativo en el instituto y a la incompetencia pactada y consentida de los padres y profesores.