Dentro de las diferentes renovaciones pedagógicas, con su legislación adjunta, que desde la llegada de la democracia hemos tenido en España, la de la colaboración entre progenitores y profesores ha sido, al decir del gremio docente, la más perniciosa. A muchos profesores les cuesta entender que la proverbial insensatez de matriz ancestral que anida en el seno de toda familia (subrayan lo de toda, incluso en las familias en la que todos son colegas y amigos), a cuento de qué debe tener que encontrarse y colaborar con la sensatez y el sentido de matriz ilustrada que debe presidir cualquier diseño curricular desde la guardería hasta la universidad. Para neutralizar, y después encauzar adecuadamente, los insensatos excesos de semejante institución inevitable (quiera o no, todo quisque viene al mundo o acaba dentro de una familia), se inventó la educación, pública o privada, pues al quedar algunas horas fuera de esa influencia familiar, cada individuo puede prestar una más cuidada atención a la prescripción civilizadora que todo ideal educativo tiene.
¿Se apoderó de los progenitores, cuando les ofrecieron ser parte activa de la gestión educativa de la escuela de sus hijos, un mayor ansia de dominio y protección sobre su prole? Un ansia que funciona bajo el imperativo, que nadie cuestiona bajo pena de excomunión social, de que lo que mas quieren los padres en este mundo es a sus propios hijos queriéndolos (para liar más la cosa) a todos por igual, lo que acaba siendo código de honor y fundamento práctico de toda familia que quiere perdurar por los siglos de los siglos. Algunos docentes piensan que con esa colaboración se perdió, creyendo que se innovaba, el tradicional sentido del esfuerzo y la disciplina que le son necesarios a la educación de los alumnos fuera del ámbito familiar, donde hay una incontrolable tendencia al chantaje emocional y a la subsiguiente corrupción de las partes. Los progenitores, se lamentan los profesores, obsesionados con la felicidad contable e inmediata de sus muy amados hijos, no se dan cuenta de su acomodo al mundo imperfecto e insensato de la familia que sustentan y almidonan; lo que hace que tampoco acepten que la infelicidad de su prole no tiene solución con esa colaboración aludida, aunque esté bendecida, como tantas otras cosas o acciones, por la vitola democrática. Pues en verdad no es su intención colaborar, sino combatir ferozmente la amenaza de aquella infelicidad donde creen que se encuentra su fuente, es decir, dentro de la contingencia educativa de la escuela.
Muy al contrario, su colaboración con nosotros, piensa algún que otro profesor (el número de docentes en este tramo de la reflexión se ha reducido bastante, hasta ser irrelevante, según las últimas estadísticas), no se debe dar dentro de esa contingencia diaria dentro de la escuela, sino fuera de ella en el ámbito de un marco común donde progenitores y profesores dialoguen, ahora si, sobre la instauración y mantenimiento de un ideal educativo. A sabiendas de que ese ideal no es de nadie porque no se puede alcanzar históricamente, pero si sirve para movilizar el ideal de perfección que habita en las conciencias de todos en pos de su búsqueda, pues de no ser así la ruina moral y profesional de progenitores y docentes está garantizada a muy corto plazo. Lo importante de las leyes no es que sean buenas o malas, sino que sean primero pertinentes y luego coherentes, dijo un sabio antiguo. Solo así servirán a su propósito. Dada su absoluta falta de coherencia, cabría preguntarse se han sido pertinentes las leyes que han regulado la colaboración entre padres y profesores en el cuarentañismo democrático. Llegados aquí, ¿qué puede y debe hacer prominente, en nuestros hogares y en nuestras aulas, la catástrofe educativa que vivimos para que no nos pase desapercibida?