lunes, 29 de octubre de 2018

UNA RAZÓN BRILLANTE

En la película “Una razón brillante”, del director de origen israelí y nacionalizado francés, Yvan Attal, que el otro día os puse, dice enfático Ernesto Arozamena a sus alumnos de segundo de bachillerato nada más entrar en el aula, se muestra algo que os faltaba en vuestra ya dilatada carrera educativa, justo en el momento en el que estáis a punto de empezar, cuando el año que viene accedáis a la universidad, a la última etapa de ese periplo que comenzó hace ya diecisiete años, allá cuando todavía vestías pañales y comías papillas. Durante todos estos años habéis vivido bajo el imperativo ético, digámoslo así, de unos principios que se pueden resumir en que cada uno de vosotros habéis podido decir lo que habéis querido decir y escribir lo que habéis querido escribir (sobre todo a partir del momento en que vuestros padres os compraron los dispositivos inteligentes de los que no os separáis ni un segundo), sin censura ni auto censura previa, allá donde y en el momento que habéis considerado conveniente decirlo y escribirlo. Ahora bien, como he dicho al principio, a ese itinerario vital le ha faltado algo que es lo que refleja con ironía y lucidez la película, y es que si todos vosotros vais a seguir diciendo y escribiendo lo que queréis, también vais a tener que oír y leer lo que no queréis (tal y como dijo el poeta griego de la antigüedad Alceo de Mitilene). Como habréis visto lo que falta en las vidas estudiantiles es el disolvente de esa pereza atencional que, en forma de grasa se apodera del corazón y el cerebro, y luego se agolpa en el fondo de sus propietarios, los idiotas, entendido ese término en el sentido que le daban los contemporáneos del de Mitelene, a saber, tipos que solo se preocupan de sí mismos sin prestar atención a los asuntos públicos y políticos. No debo insistir demasiado para que todos convengamos, antes de seguir comentando la película, que ese disolvente se llama en la obra del director israelí, el profesor Pierre Mazard. A pesar de que insistí bastante en ello, tal y como lo atestiguan vuestros mensajes del correo electrónico, no habéis podido no ver la película como si fuera un documental, es decir, como una historia que está basada en hechos reales y lo que la peli hace es documentarlos de forma  fidedigna. Las preguntas que os hago son las siguientes, ¿Pierre Mazard es lo que falta realmente en el aula en la que estamos y en el estrado desde donde os hablo? Si es así, ¿aceptaríais que yo me convirtiera en Pierre Mazard, es decir, aceptarías que dejase de ser un personaje de ficción como ahora soy y lo fuera al servicio de vuestra vida real, que es, por otra parte, por lo que me pagan? ¿Cómo imagináis esa hipotética transformación? Si he de sacar alguna conclusión a partir de vuestros comentarios online sobre el otro personaje en liza en la película, Neïla Salah, esa joven de origen árabe (argelina tal vez) que vive en un barrio de las afueras de Paris y que aspira a ser abogada. Para ello se matricula en una de las universidades de más prestigio de la capital francesa. Todo va bien, según los preceptos que operan dentro del canon de ese poder decir y hacer lo que quieras, hasta que se topa con la horma del zapato de ese canon que nos otro que el estilo de Pierre Mazard, su profesor de la universidad, que también está dispuesto a decir y hacer lo que quiera, talmente, “señorita Salah ¿por qué llega usted tarde el primer día de clase? ¿Quien se ha creído que es para permitirse esas licencias?” Impecable. ¿No me digáis que con la autoridad que le otorga ser el responsable del máximo rendimiento de la clase que tiene encomendado sacar adelante, el requerimiento, que no reproche, que Mazard le hace a Salah es impecable, pues esa entrada fuera de horario perturba, como si estuviéramos en un concierto de música clásica, la atención y concentración de los oficiantes. Pero evidentemente si esto fuera lo principal de esa interpelación profesoral, estaríamos ante un peli de moral educativa construida para demostrar como encauzar a alumnos díscolos o de familias desestructuradas. No es el caso. Lo que esa interpelación pone sobre la pantalla de forma imprevista, tanto para Salah y sus compis del aula como para el espectador que lo presencia sentado cómodamente en su butaca (quizá pensando en la textura de la moralidad que se le va a echar encima), es ese choque de trenes que se produce cuando “el poder decir y hacer lo que quieres” primero no se lo imagina y después, cuando se lo espetan en las narices, no acepta en justa consecuencia de la libertad de expresión “el tener que oír y ver lo que no quieres.” O sea, yo alumno puedo llegar tarde el primer día de clase, pero tu profe no me puedes llamar la atención considerando esa falta totalmente inadmisible, sencillamente porque la dirección no admite en el reglamento interno de la universidad prohibir la entrada a la misma fuera del horario de clases. Tampoco la peli deriva por esta posible espectativa legalista o procedimental, a pesar de que el profesor Mazard es requerido a su vez por el director de la institución. Ni alumnos díscolos ni cuestiones de protocolo y procedimiento institucional, lo que al director israelí le interesa desarrollar a partir del encontronazo de alumna y profesor es comprobar las posibilidades que hay de que “poder decir lo que se quiera” y “tener que escuchar lo que no se quiere”, sin que la una anule a la otra, pueden orientarse hacia una relación fructífera entre ambas que ilumine una razón brillante. Esa razón que no se preocupe tanto de ser propiedad de alguien (como defiende Mazard ante Salah 
al principio de la peli), como de dar feliz acogida en su seno al brillo de la verdad, que ha ido creciendo entre profesor y alumna, cuando suben los títulos de crédito de aquella. Ahora, dijo Arozamena, dirigiéndose a los alumnos con las manos metidas en los bolsillos del pantalón, a vosotros os corresponde decir, después de haberme oído decir lo que no queréis oír, lo queráis decir.