jueves, 25 de octubre de 2018

ESPECIALISTAS IRRESPONSABLES

Alexander Kluge (“los huecos que deja el diablo”) dice que a la época de los ingenieros airados le siguió la de los organizadores precavidos. Ahora estamos en la era de los especialistas irresponsables. Ernesto Arozamena dice, a su vez, que donde más se nota en la actualidad lo que diagnostica Kluge es en los ámbitos de la educación y la cultura, que están ocupados, tanto en lo que respecta al lado de los ponentes como del de los oyentes, por miembros de este último gremio que ya manifiestan, ensimismados ante sus dispositivos, rasgos propios de los robots, a saber, no se enfadan por nada ni se responsabilizan ante nadie. Quizá demasiado influenciados por los relatos distópicos de la ciencia-ficción, dice Arozamena, en los que las alteraciones de nuestra vida cotidiana (cuya matriz creemos que todavía está determinada por la cólera divina que aquellos ingenieros manifestaban ante cualquier injerencia en el camino trazado por su portentosa imaginación financiera, o arquitectónica, o médica, o militar, etc., y por la prudencia organizadora de quienes les seguían los pasos tratando de parchear los destrozos de esos portentos) tienen siempre una causa externa a ese precario equilibrio cotidiano, pero equilibrio al fin y al cabo, nos nos apercibimos de que toda esa impedimenta electrónica y digital que lleva oculta bajo una apariencia humana, digamos, personajes como Terminator, nosotros la llevamos en nuestra vida real, casi al mismo tiempo que él nació para la ficción, en el bolsillo de nuestros pantalones en forma de teléfonos inteligentes. No implantados mediante estrambóticas intervenciones quirúrgicas, como imagina la ciencia ficción, sino siguiendo los mandatos de lo más elemental de nuestra naturaleza humana: desear siempre el deseo de no dejar de desear nunca. Algo que está ahí desde la noche de los tiempos, pero que es ahora (vencidas todas las resistencias y sus murallas para tal fin construidas, que nos han querido convencer de que el ser humano es un ser moral antes que ético, un ser social antes que un lobo estepario) cuando la irresponsabilidad que emana de ese rasgo elemental aludido tiene la posibilidad de disfrutar, encarnada en quienes se tengan y deban encargarse de la organización de la sociedad, de una larga e imprevisible era dorada. Ernesto Arozamena, cuya resistencia ante las instituciones educativas (funcionarios con mando en plaza incluidos), de no querer tener en propiedad su puesto de trabajo en un aula, lo que le permite trabajar de alquiler o disfrutar de largas temporadas de paro, dice al respecto siguiendo a Víctor G. Pin, que esta invasión de especialistas irresponsables, dentro de cuya definición incluye sin dudarlo a los profesores con plaza en propiedad que se va encontrando en su vida laboral de instituto en instituto, y, como no, a los progenitores de sus alumnos, tiene que ver con la actitud ante las palabras. Es decir, con su incapacidad cada vez más generalizada de abandonar el uso instrumental de las mismas en su vida profesional y familiar favoreciendo que los alumnos e hijos, con quienes conviven muchas horas dentro del aula y en el hogar, hagan lo mismo. Con esa uniformización del lenguaje pretenden conseguir reducir al mínimo hasta hacerlo desaparecer, tal y como entiende Arozamena los propósitos de aquellos al diseñar el diseño curricular de escuelas e institutos, la probabilidad del fracaso escolar, dando satisfacción así a una de las aspiraciones más queridas de los progenitores de los alumnos, a saber, que el éxito en su etapa de aprendizaje solo puede llegar a ser inteligible a partir de como lo disfracen quienes son sus protagonistas. Y el disfraz no puede ser otro, como bien sabe Arozamena, que el de cliente ninja, o sea, aprender a su edad adolescente lo que con toda seguridad la mayoría será cuando lleguen a la edad adulta: personas sin ingresos fijos, sin empleo fijo, sin propiedades. ¿Donde están si las hubiere, se pregunta Arozamena, la falta de honradez y la traición cotidiana de progenitores y profesores en su labor educativa? ¿En la inatención benévola, el reconocimiento pasivo y la ceguera más absoluta de los unos y los otros respecto a cómo hablan y actúan sus hijos y alumnos? Puede que sea así en estos primeros estadios de la robotización humana en que nos encontramos. Pero, ¿quienes se formularán esas preguntas, más aún, quienes de aquellos se formarán preguntas cuando el uso de las palabras que intercambien, todas provenientes de ese lenguaje uniformado previamente codificado, hayan acabado siendo insignificantes a fuerza de ser intercambiables. Es decir, palabras sin memoria y sin capacidad de trascender a la literalidad de lo que nombren. Ese momento coincidirá cabalmente con la mayoría de edad de Terminator