miércoles, 10 de octubre de 2018

MATEMÁTICAS SIN PROBLEMAS

Llega a la cafetería como todas las mañanas, andando como se balancean los osos. No es que tenga sobrepeso, es la manera de dar más impulso a cada paso que da. ¿Tiene prisa? No. Al parecer tiene problemas. Así consta en la camiseta con la que, a modo de uniforme, se viste para ir al instituto. “Soy un profesor de matemáticas y tengo problemas, por supuesto.” Para Ignacio Lacruz es la manera provisional que imagina para construir un puente, el mismo, entre el afuera y el adentro del instituto. Sabe que su vida profesional ha acabado en una paradoja irresoluble. Tiene que enseñar a resolver problemas sobre la pizarra, pero mientras lo hace no solo no está consiguiendo enseñar lo que se propone sino que con lo que escuchan sus alumnos a sus espaldas le crecen los problemas, tantos como alumnos, que anuncia en la camiseta, la cual se ha convertido, a ojos de sus compañeros del claustro, en el primer gesto que inspira ese callejón sin salida en que, a su vez, se ha convertido el trabajo de todos ellos. Es por ello que le han animado a que no se la quite, al menos, durante el horario lectivo. La idea le vino, según cuenta Lacruz, después de ver varias veces un vídeo de esos que corren por internet, en el que mediante la acción burlesca de sus protagonistas el autor del mismo pone delante del espectador la lacerante y obtusa realidad en que se mueve la educación actual. Lo cuenta así. Una profesora de matemáticas de educación primaria trata de enseñar a sumar a un niño de su clase. El momento que recoge el vídeo es el que aquella se dirige a su alumno fuera del horario de clase, lo que hace pensar sobre la abnegación que le pone a su trabajo, para tratar de explicarle por qué dos más dos suman cuatro. Este es el problema matemático. Pero el niño lee en las palabras de la profesora que un dos y otro dos puestos uno a continuación del otro forman un veintidós. Este es el problema individual que ha generado su explicación del problema matemático. Por supuesto, el niño se enfada y manda a la profesora al carajo. Lo cual, después de las correspondientes reuniones, dimes y diretes, el embrollo no tiene salida, pues dos más dos son cuatro y un dos al lado de otro dos forman un veintidós. El razonamiento lógico matemático de la profesora es impecable y lo que el niño ve literalmente, ajeno por edad al pensamiento abstracto, es igualmente incuestionable. En otra época, digamos, más intransigente con las peculiaridades infantiles el niño se hubiera callado y se hubiera creído lo que le dice su profesora, repitiéndole como un loro lo que ella quiere oír, a saber, que dos más dos son cuatro, aunque él siga viendo que un dos al lado de otro dos es un veintidós. Pero como estamos en una sociedad a servicio, únicamente, de las peculiaridades infantiles, el embrollo de los doses desencadena toda una avalancha de apoyo incondicional al menor por parte de sus progenitores y de los miembros de la comunidad educativa a la que pertenece, y de condena sin paliativos de la conducta de la profesora, que la obligan a abandonar su trabajo. Cuando llega el momento de calcular la indemnización a que tiene derecho, le quieren “escatimar” parte de lo que le corresponde utilizando las matemáticas. A lo que ella se opone, en justa correspondencia con la causa de su despido, haciendo valer la lógica visual de los doses de su alumno. Dos y dos son veintidós, sin duda más dinero que dos más dos igual a cuatro. ¿Cabe pensar que, por decirlo así, la libertad y autoridad en el aula de la profesora  del vídeo a la hora de proponer sus clases debe predominar sobre la igualdad del alumno a la hora de estar en aquella y de responder a los problemas que surgen en estas? O la cuestión es al revés. Nunca como en la época actual el enfrentamiento de individualidades soberanas e irreductibles (incluso en el caso de menores de edad, como es caso del alumno del vídeo) ante el hecho educativo, hace más pertinente la creación renovada del Ideal Educativo al que vengo aludiendo en los anteriores escritos. Werner Jaeger, en su libro Paideia, nos recuerda la importancia que ello tenía ya en sociedades, tan alejadas de nuestra sensibilidad, como las del mundo antiguo, Atenas y Esparta, pero que formas parte de nuestra herencia común. “En verdad, para Platón, así como para otros teóricos posteriores de la educación, fue Esparta en muchos aspectos, el modelo, aunque alentara en ellos un espíritu completamente nuevo. El gran problema social de toda la educación posterior fue la superación del individualismo y la formación de los hombres de acuerdo con normas obligatorias de la comunidad” (...) “como Sócrates y Platón, otorgaba mayor importancia a la fuerza de la educación y a la formación de la conciencia ciudadana (en un ideal) que a las prescripciones escritas”.