La obsesión por llegar conseguir en propiedad una plaza de docente es uno de los temas propios de muchas de las conversaciones de lo que, en el argot del gremio, se conoce como la hora del patio, si hablamos de la educación primaria, o del tiempo entre dos jaulas, si el asunto se traslada a los institutos. A medida que pasan los años, sin que los organismos educativos cierren las escuelas de magisterio, aumenta el número de licenciados disponibles a trabajar donde sea y cuando les llamen, y el de docentes con mando en plaza (como les gusta decir, imitando burlonamente al estamento militar) que, de manera inopinada, se ven aquejados por depresiones que requiere su sustitución inmediata. De esta manera en las conversaciones en la hora del patio, o en el tiempo entre dos jaulas, asisten menos docentes con mando en plaza que docentes de alquiler, según la nomenclatura que utiliza Ernesto Arozamena. Muchos de estos últimos, con el paso de los años y el deambular de escuela en escuela o de instituto en instituto, no solo no consiguen la plaza sino que es la obsesión por obtenerla la que coge el mando en la plaza de su alma, subrayando de forma intensiva con ese giro el carácter valorativo (educar en valores) que siempre ha dominado a los protagonistas del hecho educativo. Ernesto Arozamena, firme defensor de la educación como un comportamiento de la naturaleza humana, nunca como un valor inherente a la misma, piensa que la situación ha llegado a un punto de estancamiento que convendría empezar a aceptar no como un fracaso de las partes, sino como el punto de partida de otra forma de ver y conversar sobre estos asuntos. Ni los organismos oficiales van a poder satisfacer, como un derecho o un valor adquirido por la simple razón de haber estudiado, los deseos de quienes acaban la carrera de magisterio de darles de inmediato un plaza en propiedad para toda la vida, ni los docentes con mando en plaza van a poder controlar la tentación de disponer de una depresión inoportuna cuando les pete, debidamente justificada, como no, al desgaste que produce la vida con los alumnos en las respectivas jaulas. Justificación que da entrada en escena al tercer actor del drama educativo presente, los progenitores de los alumnos cuya presencia ahí está justificada, a su vez, no por su comportamiento como tales, un tabú amparado y protegido por ley, sino por el valor inherente al hecho de traer hijos al mundo. Darle a la educación el marchamo de valor irreductible, dice Arozamena, es aceptar el valor, también irreductible por supuesto, que tienen sus protagonistas. Por ese camino difícilmente se podrán encontrar el valor profesor con mando en plaza con el valor profesor de alquiler, y ambos con el valor progenitores y el valor alumnos. Cada uno de esos valores está avalado, digamos, intrínsecamente por sus propias dimensiones materiales y espirituales. Ahora bien, y es aquí donde Arozamena quiere poner el énfasis de la conversación educativa, en una escuela o un instituto se pueden distinguir, y saber el lugar que ocupan dentro de la institución, a los profesores, los progenitores y los alumnos, y a todos entre sí, y determinar cuáles deben ser las relaciones personales y de grupo que debe haber entre ellos, sin que cada uno conozca del otro el alcance profundo de las dimensiones de sus propios valores como tales profesores, progenitores y alumnos. Definir la esencia de lo que es hoy ser profesor, progenitor y alumno llevaría lejos y mucho tiempo (en la práctica es en lo que parece estar estancado el debate actual sobre la educación a nivel europeo), aunque las formas y declaraciones de los protagonistas nos quieran hacer creer lo contrario, pero saber lo que los une o los separa es fácil, ya que esa unión y esa separación son hechos que tienen que ver con la experiencia concreta de ser profesores (quedando al margen si lo son con mando en plaza o con plaza de alquiler), o ser progenitores (dando igual si lo son de una familia convencional, monoparentales o de otra orientación sexual). El ideal educativo moderno, por tanto, no tiene que ver con las esencias sino con las presencias comprometidas de sus protagonistas en un espacio y en un tiempo concreto. Es una construcción de la imaginación llevada a cabo, dice Arozamena, mediante el valor y el coraje puesto sobre la conversación que deben mantener sin desmayo sus artífices. Dos variables adimensionales, valor y coraje, y un único comportamiento, reconocer al otro. Pues, al fin y al cabo, todo quisque tiene un cuerpo que si se le empuja avanza; si se tira de él retrocede; si se lo levanta y se lo suelta, cae. Y todo quisque tiene un yo, que con razón o sin ella desborda al cuerpo por arriba o por abajo, por la izquierda o por la derecha, en fin, un yo que acostumbra hundirse en los más apestosos lodazales y soñar con llegar a Marte. La educación acontecerá luminosamente entre todos nosotros, dice Arozamena siguiendo los pasos de Taylor respecto a la explosión de la bomba atómica, únicamente si somos capaces de encauzar, mediante ese único comportamiento del diálogo, las múltiples variables dimensionales del cuerpo y del yo en las dos variables adimensionales que ha mencionado, y que repite de nuevo, valor y coraje.