martes, 16 de octubre de 2018

TERMINATOR EN EL AULA

Ernesto Arozamena tiene sus dudas, por no decir ya que no cree, respecto a la posibilidad de hacer visible el ideal educativo de nuestro tiempo en una sociedad que vive entregada a sus múltiples placeres, uno de lo cuales, como no, es la educación misma entendida así entre progenitores y profesores como un juego desvinculado del esfuerzo propio que comporta todo aprendizaje. Ni tan siquiera en casos de extremo peligro, como es el actual, en el que se está poniendo en cuestión la tradicional misma del humanismo, parece que esa idea de totalidad pueda aparecer con la fuerza e intensidad que se le supone. Lo cierto es que en caso de una necesidad como la actual no surge, como ha sucedido en los momentos de crisis de las civilizaciones que nos precedieron, la excelencia política y ciudadana adecuada que oriente todas las energías hacia ese ideal educativo propio y propicio de una democracia perfectamente alfabetizada e informada. Al no estar visible, o ser reiteradamente invisible que es lo mismo que no existir, lo que sí surgen son los primeros emisarios de la nueva civilización que sustituirá a la que ahora se acaba. Arozamena piensa, que Lacruz es un ejemplo bastante bien acabado de esta avanzadilla de nueva civilización hipertecnocrática que se nos echa encima. Un rasgo sobresaliente del carácter de Lacruz, y de quienes como él forman parte de este ejército de adelantados, es su decidida entrega al servicio de que las nuevas tecnologías colonicen los diseños curriculares de los centros escolares. Arozamena conoció a Lacruz precisamente en el centro de recursos educativos del barrio, en el que el segundo impartía un curso sobre la aplicación de las nuevas tecnologías en el aula a docentes, digamos, descarriados en el asunto, entre los que se encuentra, como no, Arozamena. La puesta en escena de estos cursos todavía es la clásica en estos casos. Un grupo de docentes que han acabado la carrera pero que por razones diversas no logran aprobar la salvífica oposición que les proporcione la plaza en propiedad tan deseada (la culpa de su situación, un dogma que corre inalterable entre los docentes propietarios, es suya y sólo suya, que estudien y que aprueben) esperan en un aula la llegada de quien los iluminará sobre los beneficios indiscutibles de la aplicación de las nuevas tecnologías en el aula. Ni que decir tiene que entre muchos de los asistentes al curso, Arozamena entre ellos, se da la circunstancia de que el hecho de que no sean propietarios no quiere decir que sean unos analfabetos tecnológicos. La resistencia que puedan estar ofreciendo a la implantación de las nuevas tecnologías en el aula, por parte tanto de los docentes propietarios como de los que trabajan, por decirlo así, en régimen de alquiler provisional, obedece a otras causas que en ningún momento Lacruz tiene presente en esos cursos, en los que se presenta solemnemente bajo el palio de la razón digital absoluta. Arozamena piensa que este profesor representa la imagen cabal de lo que es una incipiente robotización de lo humano, o dicho con otras palabras más acordes con la jerga al uso, Lacruz ya es, de una forma rústica si se quiere, un posthumano. Pues de la misma manera que solo viste camisetas con mensajes reivindicativos de rabiosa actualidad, e, impulsado por esa rabia, llama reaccionarios a quienes solo visten camisas con botones, cuando da los cursos en el centro de recursos (lo que hace y dice dentro del aula del instituto es imposible saberlo, aunque la opinión de sus alumnos corrobora esa imagen de terminator)  desarrolla aspectos propiamente robóticos. Arozamena cuenta una anécdota que presenció en una de sus clases y que le parece muy significativa de este giro tecnológico que se está dando y que, a su parecer, despide para siempre la posibilidad de volver sobre un ideal educativo renovado para nuestra civilización occidental. Dice así. Los profesores asistentes al curso trabajan en régimen de alquiler o están en paro, lo que les permite disfrutar todavía de un perfil netamente humano que se declina cada vez más con la frase “solo se desespera quien algo espera.” Una frase que, por supuesto, se va incorporando a su carácter hasta convertirse, sin tener la necesidad de hacerse explícita en una camiseta, en su santo y seña diario. El caso es que entra Lacruz en la clase de marras y lo primero que hace es desplegar toda la impedimenta digital que le acompaña. Sin más preámbulos, o mejor dicho, expuestos estos con ese apaballante despliegue, empieza lo que es su continuación sin que parezca que haya grieta alguna entre lo uno y lo otro, es decir, empieza a dar propiamente la clase, que es toda una exhibición algorítmica apoyada en las múltiples posibilidades que le da la impedimenta digital del preámbulo. En un momento uno de los profesores, Arozamena no se acuerda si es de los que trabajan en régimen de alquiler o es de los que están en paro, alza la mano lo que de inmediato supone que la voz de Lacruz, que para entonces ya había cogido ese tono acusmático del lenguaje máquina, se corta en seco, como si su dueño no entendiera el significado de esa mano alzada. El silencio se hace atronador. Lacruz calla, pues parece no hacerse cargo de una interrupción inesperado que no está programada en la impedimenta digital que ha traído a clase. El de la mano alzada decide bajarla y buscar la complicidad de quienes le acompañan. El que está a su izquierda habla por peteneras diciendo que no hay quien aguante a los alumnos. Otro insiste sobre esa traza tan original y carga en su intervención contra los padres. Después, el silencio se enseñorea del ambiente. Pasan unos segundos que parecen horas y, de repente, la voz acusmática de Lacruz continúa con su despliegue algorítmico exactamente donde lo había interrumpido el que alzó la mano. Por parte de sus oyentes tampoco parece producirse ningún sobresalto o gesto de disconformidad. Nadie espera nada del otro. A todos se les ve contentos.