lunes, 22 de marzo de 2010

SOLOS EN LA CIUDAD


Hace tiempo empecé a sospechar de esa ampulosa y megalómana frase atribuida a Decartes en la que se fundamenta lo que los cartesianos llaman modernidad: pienso luego existo. No porque no sea cierta, que lo es, sino por el rango que le han querido otorgar elevándola a categoría divina, y de paso pillar cacho en el firmamento.

Como digo, siendo cierta la afortunada frase, también lo es la contraria: no pienso luego sigo existiendo. Si se fija es lo que hacemos la mayor parte de nuestra vida, que si, además, transcurre por estos pagos hay bastantes posibilidades de que le den premio, cargo y medalla por ello. Paradójicamente su éxito entre el personal no tiene que ver con el pensamiento, sino con los sentidos y el sentimiento. Desde hace más de trescientos años la ciencia empírica, que es la que mejor ha aprovechado el mensaje de don René, no ha dejado de producir por vía tecnológica chismes y cacharros que consiguen hacer realidad lo que, como una araña a su mosca, más nos atraen: sueños y deseos que nos saquen de la postración y desesperanza que nos producen la limitación y finitud de nuestra existencia. Sueños y deseos, oh paradoja de nuevo, que se convierten a su vez en nuestra cárcel, al no ser capaces nunca de satisfacerlos en su plenitud. Tanto menos podemos cuanto más nos obstinamos, pero nosotros insistimos.

Llegado a este extremo siguiendo el precepto del sabio francés, como verá, lo de “pienso luego existo” ya no me sirve para todo. La realidad si la miras de lejos no te dice nada, es tan ambivalente que solo queda eso tan socorrido de que es lo que hay. O de otra manera, lo real vale lo mismo para un roto que para un descosido, apariencia de claridad que ciega y engaña. Pero si le metes el diente, joder, como brama de arisca y paradójica que se vuelve. Ante esta tortura nuestra, tanta paradoja donde Decartes quiso ver lógica y nada más que lógica, mucha lógica, ¿qué hacer?

La pregunta ha convivido mucho tiempo conmigo, pero no sabía hacia dónde tirar. Poco a poco me fui dando cuenta de que, sin saberlo que lo sabía, no podía ir al origen de la modernidad, sencillamente porque el origen ya no estaba allí. Pero seguía sin saber dónde estaba. Con el paso de los años, sin embargo, “pienso luego existo” fue dejando de ser un muro incuestionable y, por tanto, impenetrable, pero continuaba siendo una fita obligada. Para leer, para ir al cine, para mirar un cuadro, para mirar la naturaleza, para mantener una conversación, miraba de reojo a la raya cartesiana y luego leía, miraba, hablaba. Como un niño mira a su madre, como una hiena a su presa.

¿Cómo puede ser el mundo al otro lado del muro cartesiano? ¿Cómo puede ser el mundo fuera de la ciudad moderna? ¿Qué se quedó fuera cuando derribaron la murallas medievales? ¿Qué diablos entró para llegar a donde hemos llegado? De repente se me fue colando una ida antigua de la libertad. Caminando, un paso después de otro, con la lentitud propia del peregrino, fuera de la ciudad está el campo y el aire, sobre todo el aire, y el silencio, que no es ausencia de ruido. Inopinadamente, de golpe, ni el fin de la historia, ni la muerte del arte, ni el destino con propósito tienen la importancia de unos pasos atrás. Ahí quedan el barullo y el brillo de las calles, los empujones y la mezcolanza del metro, los atascos de las circunvalaciones, las colas en los cines y los teatros para ver sus mágníficas o mediocres representaciones, las rebajas en los grandes almacenes, en fin, unos pasos atrás quedan el éxito y el fracaso, lo mejor y lo peor, quedan todas las leyendas urbanas que aguantan el mito de la modernidad. De repente, el peregrino solo tiene delante de si el horizonte al descubierto. Levemente, entonces, sonríe y mira al cielo, correlato inevitable de su inmensa soledad.

Yo creo que exactamente eso es lo que hay al otro lado del muro cartesiano. Eso significa salir de la ciudad, símbolo por excelencia del cartesianismo y de su modernidad con reglas y semáforos: buscar la libertad, como los arameos antiguos buscaban a Dios, evitando su paso por ella, eludiéndola.

No es la ciudad contra el campo, no es lo ecologista dando codazos a lo urbanita, no es la bici contra el coche, no es o conmigo o contra mí, eso vuelve a ser lo que desde Descartes ha sido: furia, chismes, dolor, cacharros, mucho bienestar, mas chismes y cacharros, mas dolor, mas bienestar a mansalva y sangre, guerras devastadoras y mucha, pero que mucha, muerte. Es la búsqueda sin origen ni final y sin esperanza, es la búsqueda necesaria y no desesperada. Es reconocer que al otro lado de los muros de la ciudad el aire es distinto pero es el de siempre. Es reconocer que, al otro lado de los muros cartesianos de la ciudad, la línea del cielo permanece como fiel registro del propio enigma de la vida. Es el pasado que no ha muerto porque nunca ha pasado. Es el encuentro con lo ancestral que nos habita, mientras atrás quedan los grandes rascacielos como diagrama de barras de nuestra refulgente y avasalladora soberbia. Como dice el poeta: Dios hallará el patrón y lo romperá.

Sin el consuelo divino de los arameos, solos ante el insondable misterio de la existencia, ante el intenso sentir de nuestra soledad interior, salimos afuera de los muros de la ciudad a poner en contacto los fragmentos en que nos ha partido la modernidad cartesiana. Exhaustos, salimos a religarnos y autoconsolarnos. Misterio y sentimiento comulgan entonces en armonía, y con los aires de la montaña y de la llanura dándonos en la cara, por fin llegamos a oír el verdadero sonido de las palabras y a sentir el aliento profundo de las imágenes. Aliviando también el malestar que nos produce la perplejidad, que se deriva de haber llegado a saber de nuestra situación y porvenir en medio de tantas y tantas aglomeraciones.