miércoles, 13 de enero de 2016

ADVERTIRNOS Y PONERNOS A PRUEBA

Lo que le sienta mejor a la historia de Ian McEwan es advertencia y prueba. "Amsterdam" es una advertencia y una prueba para los lectores demasiado crédulos, todavía. Yo mismo. Se puede creer en el mundo como algo que tiene sentido, y que son una panda de desalmados los que se lo quitan. Se puede creer que el mundo tiene sentido en sí mismo, y antes de que nosotros mismos existiéramos. Pero eso no deja de ser nuestra visión del mundo, no el mundo. Pero, también, puede uno atreverse a ver el mundo tal y como es, sin esta pálida fe que nos queda del romanticismo de hace doscientos años. Esa fe o cualquiera otra, claro está. Entonces, ante ese atrevimiento, ¿cual es la verdad del mundo, y cuanta necesitamos o estamos dispuestos a soportar? Al leer "Amsterdam" no estamos ante una vision psicológica, sociológica, artística o politica, sino ante una visión donde las pasiones, deseos o intereses de sus protagonistas son un conjunto de fuerzas, uno mas dentro de la naturaleza, que se desatan, sin origen ni control, sobre la sociedad y sobre ellos mismos. Y sobre los lectores que estén ahí, entre ellos. Un conjunto de fuerzas chocando unas contra otras, pugnado como alimañas por imponerse las unas sobre las otras. Todo ello, eso sí, aderazado de forma muy educada, calculando al milímetro los tiempos y las distancias, que para eso son tipos civilizados (lease, como ejemplo, la extraordinaria conferencia de prensa de Rose Garmony). En fin, la forma de la vida actual, sin dejar de ser la vida sinsentido de siempre. Y su forma de representación mediante la literatura - no con la historia, la ciencia, la sociología o la psicología - como la mejor herramienta para aproximarse a su íntima verdad.

Los que narran desde la primera visión del mundo aludida se llaman moralistas, dicho este calificativo con el mayor respeto. Yo mismo, en mi vida diaria, no puedo dejar de serlo. Es más, para la buena convivencia hay que hacerlo bajo la influencia de una cierta moral compartida. Pero la moral creo que sólo es útil para sobrellevar la vida dentro de ese modelo de convivencia, no tanto para aproximarnos a su inabarcable misterio, que es mas propio, como digo, de la literatura. Se han ensayado muchas formas de moralidad a lo largo del tiempo. Alguien dijo que la moral que inspira la convivencia democrática, es la menos mala de entre todas las otras morales y formas de convivencia. En esas estamos, de momento. Los narradores adscritos a la segunda visión pertenecen por completo al ámbito de la literatura. El narrador de "Amsterdam" es uno de estos. Lo difícil, al leerlo, es despojarse de la moral con la que convivimos y entrar en su novela, digamos, "sin moral". Ser, durante sus casi doscientas páginas, como sus protagonistas, pero sin su pertinaz estulticia. 

Metidos ya en ese mundo "sin moral", ser estúpidos comporta no reconocer a los otros, contra quien estás luchando. Contra quien te estás jugándo la vida. Contra quien estás leyendo. Por eso también digo traición, como el principal motor del mundo. Los puristas nunca son capaces de mover nada, ni de llegar a ningún sitio. Solo se quejan, o en el extremo matan para defender su pureza. Pensemos porque hemos llegado a donde hemos llegado. Pensemos porque estamos vivos. Pensemos en las veces que hemos tragado con todo, cuantas veces nos hemos traicionado sin pretenderlo, y cuantas lo hemos hecho a cuenta de los demás. Sinceramente, muchas veces. Al menos por esta vez, por favor, pensemos en estas cosas tan humanas, tan nuestras. "Amsterdam" es una fábula sobre todo esto, escrita y protagonizada por tipos cultos y muy civilizados, que se creen miembros de lo mas selecto de la especie humana. "Amsterdam" es una fábula que hace que sus personajes se desvelen, ante la mirada  implacable y "sin moral" de la literatura, como lo que son, fuerzas que desarrollan y nos muestran algo que no queremos ver, ni aceptar: que toda cultura, incluso la mas refinada, engendra su propia barbarie. Hoy como ayer, y como mañana. Hincarle el diente, reconozco que tiene su dificultad. Obligados comos estamos a ser fieles a la idea que defendemos del mundo moral donde vivimos. Resistiéndonos a dejarnos interpelar por el mundo mismo de la novela, que ahí dentro se despliega con toda su fuerza y plenitud. Más que nada para sobreponernos al chantaje de la educación de los modales de sus personajes. Cuando nos falla la fuerza lectora, no es la lectura balsámica de la moral la que debe atenuar semejante vacío. Es la insistencia en recuperar la fuerza perdida. Esa fuerza que habita en el poder oculto de nuestra voluntad. 

El narrador de "Amsterdam" ha elegido hablar, los lectores elegimos entre escucharle o no escucharle. Pero si no le escuchamos muere, desaparece. El narrador de "Amsterdam" quiere hacernos sucumbir, por tanto, al poder de su persuasión, la única fuerza que lo mantiene vivo. Nosotros los lectores somos dueños del nuestro. De poder a poder. Este es el campo de batalla. No el de una visión moral contra otra. El narrador de "Amsterdam" no quiere darnos a conocer a sus personajes. No desea resaltar, como ya dije, la visión psicológica, social, artística o histórica que tiene de ellos. Sencillamente muestra lo que se imagina porque es lo mas conveniente para resaltar lo que pretende. Quiere advertirnos sobre la inconmensuble estupidez que habita en el corazón mismo del ser humano, aunque se autodenomine civilizado. Nos advierte, no tanto para prevenirlos, como para ponernos a prueba. 

En los capítulos que el narrador dedica a Clive Linley, lo vi inmerso en la creación de la parte final de la Sinfonía del Milenio que le han encargado. Son escenas que están teñidas por lo propio que destila un espiritu noble en su máximo afan creativo. Cuando las leí por primera vez pensé que eso era lo que en verdad pensaba Clive, narrador mediante. Y eso lo hizo grande y excelso ante mi mirada, si lo comparaba con el mezquino de su amigo Vernon, que lo conocí haciendo gala de su perfil mas obsceno y desconsiderado. Pero cuando acabé la novela me di cuenta de mi absoluta miopía, debido a las cataratas de mis prejuicios. ¿Desde donde había leído? Desde algún sitio, por supuesto equivocado, que me impedía sentir lo que contaba la novela. ¿Por qué habia leído así? Para confirmar que ese mundo, mas o menos moralizante, donde vivo y desde donde había leído, seguía ahí, no se había disuelto del todo. El arte y la música en lo mas alto (cada día menos). La política y el periodismo chapoteando a la limón en los albañales de la sociedad (cada día más). Y entre medias, el amor haciendo lo que unos y otros le dejan hacer (cada día mas flotante y menos fiable como sentimiento humano). Ataque de estrabismo al galope. Romanticismo en estado terminal. Una vez más, ciego ante el tiempo de la vida que corre. Hoy como ayer, y como mañana. ¿Pero era eso lo qué el narrador quería de mi? Fue después de la segunda lectura cuando me di cuenta de que no. De que se había puesto a narrar para advertirme y ponerme a prueba, de forma sarcástica y amable a la vez, contra mis propios autoengaños. Lo que yo hiciera con lo que me mostraba, sólo me mostraba, era ya responsabilidad mía.