Las primeras palabras
de "Reparar a los vivos" me desconcertaron tanto como me hicieron
sentir la enorme fuerza que las acompañaba en su forma de manifestarse. Una
fuerza la "del corazón de Simon Limbres, ese corazón
humano, él, se sustrae a las máquinas, nadie podría pretender conocerlo, y
aquella noche, noche sin estrellas..." Como todas las fuerzas
que nos llegan sin previo aviso, ésta del corazón de Limbres tuvo la
"virtud" de sacarme de inmediato de los lindes de lo evidente, que es
desde donde cualquier lector inicia la lectura de cualquier novela. Esa manera
de empujar y empujar, tenía que ser por algo y para algo. Y hacia algún sitio
para mí desconocido, "...mientras caía una helada
impresionante sobre el Pays de Caux, mientras un oleaje sin reflejos rodaba a
lo largo de los acantilados mientras la meseta continental retrocedía,
desvelando estrías geológicas, emitía el ritmo regular de un órgano en reposo,
de un músculo que se recarga lentamente - un pulso tal vez inferior a las
cincuenta pulsaciones por minuto - cuando sonó la alarma de un móvil al pie de
una cama estrecha y el eco de un sónar que inscribía en palotes luminosos en la
pantalla táctil las cifras 05:50, y cuando de repente todo se precipitó."
No sabía muy bien lo
que significaban estas primeras palabras pero su sabía que no podía
abandonarlas, mejor dicho, que la fuerza que experimenté al leerlas no me
abandonaría a mi. Una fuerza, la del corazón de Limbres, que como un motor iba
a mover y distorsionar todo lo que me quedaba por leer. Colocado en el sitio de
la lectura que el narrador de la novela me había advertido con sus breves
palabras iniciales - escasamente una página - como el más conveniente, me
dispuse hacer el itinerario de la misma. Ni que decir tiene que esa primera
lectura yo solo intuí lo que dicho ahora pudiera parecer ser una convicción
incluso previa al inicio de la lectura. Honestamente cualquier lector debe
reconocer que nunca es así. Esa intuición de la que hablo solo es un síntoma de
que había prestado a esa palabras fundacionales una aceptable atención. Lo cual
es mucho, teniendo en cuenta que todo inició lector de una novela es un trato
con lo desconocido, tanto respecto al narrador que habla como del lenguaje que
emplea. De hecho empezar a leer una novela es escuchar las primeras palabras de
la creación de un mundo que el narrador nos invita a recorrerlo en su compañía,
al igual que nuestra madre lo hizo en su momento con las primeras y
onomatopeyas que nos fue diciendo nada más nacer. Y de la misma manera que ese
recién nacido no se enteraba de nada de lo que le decía su madre, pero tenia
que seguir hacia adelante acompañado de esas palabras pues eras las únicas que
tenía, así yo estuve bastantes páginas sin saber muy bien que estaba pasando en
la novela y, peor aún, que me estaba pasando a mí al escuchar al narrador y a
los diferentes personajes que iban apareciendo. Ni me enganchaba lo que
escuchaba, una expresión frente a la que tengo todas mis prevenciones lectoras,
ni llegaba el momento tan esperado de la sinapsis mental en el que todo empieza
a conectarse de forma lenta pero laboriosa en mi cabeza y en mi alma. Resignado
a llegar al final, a ver si allí encontraba la luz que había intuido se
anunciaba en las palabras iniciales, fue cuando, habiendo leído dos tercios de
la novela, escuché el turno de intervención del personaje Cordélia Owl (Pg.162)
y entonces se precipitó todo, tal y como dicen las últimas palabras del aludido
párrafo inicial. Fue como una congruencia tan inesperada como atractiva, fatal
y escabrosamente sensual si se quiere.
"Cordélia Owl
agita precisamente un paquete de cigarrillos ante Révol mientras se cierran las
puertas del ascensor, bajó a tomar el aire un ratito, cinco minutos, le hace
una señal en el resquicio que se encoge progresivamente, hasta que se le
aparece su propio rostro, desdibujado en la pared metálica que no hace del todo
de espejo ahí sino que plasma una máscara - se acabó la piel flexible y los
ojos brillantes, impronta de la noche en blanco, esa belleza aún excitada: su
cara se ha cortado como la leche, rasgos hundidos, tez turbia, un gris Oliva
tirando a caqui en el fondo de las ojeras, y las señales del cuello más oscuras
-. Ya sola en la cabina, se mete en el bolsillo los cigarros, extrae del otro
el móvil (ese
otro corazón que late arbitrariamente), echa un vistazo, nada de nada, comprueba las señales
del aparato, se estremece, mira mejor, ah, no hay cobertura, ni el menor rumor,
ni la menor casi pilla, de inmediato recobra la esperanza, él habrá intentado
llamar sin conseguirlo, y, una vez en el entresuelo, alcanza corriendo una
puerta de salida lateral reservada para el personal hospitalario, empuja la
barra transversal y sale fuera;"