La literatura es una tentativa de
representar la existencia en su pertenencia a la totalidad, no un conjunto de tesis
o leyes cuya veracidad exacta y universal puede discutirse. No
debemos confundir lo Exacto y Universal con la Totalidad. Es decir, no debemos confundir la verdad de las leyes
universales de la física (todo lo medible y contable que nos proporciona una conciencia
general de la percepción), ni la utilidad o el daño de lo existente en
tanto en cuanto es visible, con la Verdad del Espíritu, de la Conciencia o del
Alma (llamémosle como queramos), que se afirma mediante el pertenecer a una
Totalidad que se esclarece a sí misma y se limita. Esta
Totalidad no se puede llegar a saber objetivamente; solo se comprende en ese movimiento de pertenecer
mediante el cual el existente (el lector) y la cognoscibilidad entran en
contacto. Para entendernos, es discutible la veracidad de la cosmovisión del
universo tal y como la planteó la teoría Newton frente a la que propuso
Einstein, pues la fuente de reflexión es la realidad material. Pero cuando la
fuente de reflexión que define la verdad es la espiritual, como es el caso de
la literatura, ocurre que ideas literarias antagónicas o contradictorias, por
ejemplo, las de Dante y Don DeLillo, pueden ser ambas verdaderas.
Estas confusiones se deben, pienso yo, a que
el desarrollo y esplendor de la novela como forma de representar la realidad
coincide con el desarrollo y máximo esplendor de las leyes universales de las
ciencias empíricas y experimentales durante todo el siglo XIX, poco minutos
antes de que estas mismas ciencias, con la física a la cabeza, comenzaran a
meterse en Un Lío (al menos desde la teoría de la relatividad) que desarrolló toda su capacidad liante durante el siglo XX, y del que todavía no han salido, arrastrando
con su ímpetu a las otras ciencias experimentales y a gran parte de las artes
representativas. Excepción hecha de la narrativa, que ha seguido conservando su
precepto originario e inamovible: Alguien, el Narrador, le cuenta algo a otro Alguien, el
Lector. Es decir, la narrativa conserva ese precepto permanente, en tanto en
cuanto remite a lo divino, pues está ligado a esa Totalidad a la que sabe
que pertenece, que indica que la realidad es, al menos, cosa de dos, sino es
arbitrariedad, en el mejor de los casos, o locura en el peor. La narrativa no
debe confundir las leyes generales del universo propias de su
coyuntura histórica (ayer la mecánica newtoniana hoy la mecánica cuántica) con la Totalidad del mundo de siempre, que es lo que ella
está llamada a representar. Eso la salvará de meterse en Líos, como le ha
ocurrido a la pintura, la música y las demás formas representativas de la
realidad, en parte "perdidas", a su vez, en el mismo laberinto en que cayó la física
moderna a partir de Einstein.
Pero el ser humano sigue necesitando, por
encima o debajo de la realidad más mostrenca, ennudada e inverosímil, la
comparecencia en su existir de la Verdad. Y ésta solo comparece en el encuentro con ese binomio que es la expresión mínima necesaria para sostener a toda
narración y que es, repito: Alguien con autoridad decide contar Algo a otro
Alguien que decide escucharlo. La narrativa es la única, hoy y siempre, que
puede hacer que esos dos alguien dejen de ser un par de don nadie. La verdad individual, la única realmente existente, ahí es donde se trata.