miércoles, 27 de enero de 2016

EL CORAZÓN ES UN CAZADOR SOLITARIO

Continuando con el comentario de ayer de la lectura de la novela "Reparar a los vivos", de la autora francesa Maylis de Kerangal, he de reconocer que me cuesta visualizar, por más que de forma teórica si lo tengo claro, que todo está relacionado con todo. Esa forma filosófica y poética que flota por encima o por debajo de nuestras precarias y contradictoras existencias. Y a la que toda existencia pertenece y se debe. Cuesta a un occidental como yo, más que entender, sentir esa máxima zen que el universo se estremece un poco en la muerte de un solo individuo, que la naturaleza de las cosas, así las vivas como las inertes, son recorridas por un ligero estupor sin origen cuando uno de nosotros desaparece. Pero la novela es eso. Nada más y nada menos. 

Los occidentales contemporáneos estamos acostumbrados a percibir - debido al poder desfocalizador de las nuevas tecnologías (no ocurría así, pongamos, antes de la llegada del ferrocarril y el telégrafo, cuando solo había catástrofes y pestes locales, con su influencia física y espiritual extensiva a toda la comunidad, un efecto catártico desaparecido y jamás restituido en las sociedades contemporáneas) - que ese estremecimiento y estupor mundial solo son capaces de producirlos fuerzas muy superiores a nosotros, como un terremoto, un tsunami o un acto terrorista de muertes masivas. Aunque en esos casos siempre quedamos a salvo y agradecidos, mientras escuchamos las noticias por Tv, por no haber estado en el lugar de los hechos. Sin embargo, las catástrofes pequeñas como los accidentes de coche mortales y las miocarditis irreversibles, son acontecimientos corrientes en el devenir cotidiano, como desayunar todos lo días después de levantarnos. Están ahí, y nos pueden afectar en cualquier momento, no importa el lugar donde nos encontremos. Aquí reside, pienso yo, el asunto de su rechazo social y, por tanto, la difícil aceptación de su representación literaria. No queremos saber de ellas, pues no son traducibles en espectáculo informativo sin que se nos caiga la cara de vergüenza, aunque todo se andará para que así sea. De momento los buitres de este negocio llevan a cabo sus aleteos y operaciones quirúrgicas en los países muertos de hambre.

Lo que en las grandes catástrofes lo percibimos como espacio y distancia, y total irresponsabilidad e impunidad, en las pequeñas se transforman en tiempo y conciencia, y absoluta responsabilidad y visibilidad. Ahora bien, si  ponemos toda nuestra atención bajo la lente que se merecen, estas pequeñas catástrofes tienen un efecto individual mucho más significativo que las grandes. La novela "Reparar a los vivos" se encarga de que el estremecimiento y el estupor se hagan durante el viaje simbólicamente desoladores, dibujando al mismo tiempo un mapa posible del alcance verdadero de nuestra compasión y entrega ante el sufrimiento ajeno, al igual que de nuestra ambición y oportunismo. Con un lenguaje minuciosamente detallista y pegado al latido de la urgencia que marca la lucha contra el tiempo del reloj histórico - además de tener que cumplir un protocolo implacable, en los menesteres de los trasplantes de órganos no hay tiempo de ese que perder - el narrador y los personajes convierten el naturalismo que marca el compás de ese protocolo y de esa urgencia, en la perspectiva de lo que van sintiendo, es decir, la flecha y el sentido de sus sentimientos, que al final lo son también del propio relato. Al contrario que el espectáculo de las grandes catástrofes televisadas, cuya llamada a la solidaridad universal todos sabemos que forma parte del guión mismo del show bussines mediático.

Hacia al final de la lectura apareció algo encomiable, antes de que se apoderara de mi el desánimo y la tristeza, y sobre todo brilló con toda su luminosidad cuando volví de inmediato al principio: apareció el consuelo y la lucidez frente a ese prodigio que es ver la existencia humana en todo su esplendor de vida y muerte, comprobando cómo estas dos honorables señoras se necesitan mutuamente para que aquella existencia, la mía y la de todos, sea posible todavía. Me refiero, claro está, al efecto catártico que producía en las personas el final de las catástrofes antiguas que mencionaba antes. Recuperado hoy con la ayuda impagable de la lectura. Aunque he de reconocer que, de momento, todas estas facultades antiguas pero de siempre, no cotizan en la bolsa del éxito y el bienestar de la mayoría de los lectores occidentales, oficialmente sanos e higienizados. 

Por lo demás la novela va de un chico de veinte años, que pierde el cerebro en un accidente de coche, pero no su corazón, que todavía sigue latiendo. Muerte cerebral es, según los nuevos protocolos médicos desde los años 50 del siglo pasado, el momento de la muerte oficial de un ser humano. Lo que quiere decir que si el corazón está todavía servible: ¡hay alguien por ahí con el corazón averiado, ademas de amor de miocarditis! Como Carson McCullers nos ha enseñado que el corazón es un cazador solitario, entonces, ¡manos a la obra!. Así comienza el viaje del corazón de Simon Limbres (20 años) hacia el hueco que espera dejar en el tórax de Clara Mejan (50 años) su propio corazón mortalmente averiado. Vale decir que Clara tiene un cerebro en perfecto estado de forma. Es un viaje, por tanto, con miedo, dolor, y consuelo. Trata, en definitiva, de todas las existencias humanas (y de los objetos inanimados que éstas manejan o se encuentran a su lado) que se sienten afectadas profesional y privadamente por esa traza existencial, por ese recorrido contra el reloj que va de la muerte de Limbres a la vida reparada de Mejan. Piden que los escuchemos antes que los comprendamos en toda la minuciosidad expositiva. Es una catástrofe pequeña, pero tiembla todo el mundo. Y días o semanas después de acabar su lectura estalló todo ese temblor en la cabeza y en el alma del lector. Me siento bien, curado, pues acabo soportando y entendiendo lo que en este mundo debe ignorarse o ningunearse, y en el que he de seguir viviendo, "amenazado" constantemente por esas pequeñas catástrofes inevitables. 

En fin, trata de todos nosotros, tanto de los que hemos leído la novela, como de los que todavía no lo han hecho. Pues todos, todos, nos encontramos siempre en algún lugar de ese inquietante, misterioso y fascinante periplo vital. Todos somos seres humanos vivos entre varias muertes. Las que ya hemos tenido, y la última, y definitiva, que nos queda aun por tener.