Continuando con el comentario de ayer de la lectura de la novela "Reparar a los vivos", de la autora francesa Maylis de Kerangal, he de reconocer que me cuesta visualizar,
por más que de forma teórica si lo tengo claro, que todo está relacionado con
todo. Esa forma filosófica y poética que flota por encima o por debajo de
nuestras precarias y contradictoras existencias. Y a la que toda existencia pertenece y se debe.
Cuesta a un occidental como yo, más que entender, sentir esa máxima zen que el
universo se estremece un poco en la muerte de un solo individuo, que la
naturaleza de las cosas, así las vivas como las inertes, son recorridas por un
ligero estupor sin origen cuando uno de nosotros desaparece. Pero la novela es
eso. Nada más y nada menos.
Los occidentales contemporáneos estamos acostumbrados a percibir - debido al poder desfocalizador
de las nuevas tecnologías (no ocurría así, pongamos, antes de la llegada del
ferrocarril y el telégrafo, cuando solo había catástrofes y pestes locales, con
su influencia física y espiritual extensiva a toda la comunidad, un efecto
catártico desaparecido y jamás restituido en las sociedades contemporáneas) -
que ese estremecimiento y estupor mundial solo son capaces de producirlos
fuerzas muy superiores a nosotros, como un terremoto, un tsunami o un acto
terrorista de muertes masivas. Aunque en esos casos siempre quedamos a salvo y
agradecidos, mientras escuchamos las noticias por Tv, por no haber estado en el
lugar de los hechos. Sin embargo, las catástrofes pequeñas como los accidentes
de coche mortales y las miocarditis irreversibles, son acontecimientos
corrientes en el devenir cotidiano, como desayunar todos lo días después de
levantarnos. Están ahí, y nos pueden afectar en cualquier momento, no importa
el lugar donde nos encontremos. Aquí reside, pienso yo, el asunto de su rechazo
social y, por tanto, la difícil aceptación de su representación literaria. No queremos saber de ellas,
pues no son traducibles en espectáculo informativo sin que se nos caiga la cara
de vergüenza, aunque todo se andará para que así sea. De momento los buitres de
este negocio llevan a cabo sus aleteos y operaciones quirúrgicas en los países
muertos de hambre.
Lo que en las grandes
catástrofes lo percibimos como espacio y distancia, y total irresponsabilidad e
impunidad, en las pequeñas se transforman en tiempo y conciencia, y absoluta
responsabilidad y visibilidad. Ahora bien, si
ponemos toda nuestra atención bajo la lente que se merecen, estas
pequeñas catástrofes tienen un efecto individual mucho más significativo que
las grandes. La novela "Reparar a los vivos" se encarga de que el
estremecimiento y el estupor se hagan durante el viaje simbólicamente
desoladores, dibujando al mismo tiempo un mapa posible del alcance verdadero de
nuestra compasión y entrega ante el sufrimiento ajeno, al igual que de nuestra
ambición y oportunismo. Con un lenguaje minuciosamente detallista y pegado al
latido de la urgencia que marca la lucha contra el tiempo del reloj histórico -
además de tener que cumplir un protocolo implacable, en los menesteres de los
trasplantes de órganos no hay tiempo de ese que perder - el narrador y los
personajes convierten el naturalismo que marca el compás de ese protocolo y de
esa urgencia, en la perspectiva de lo que van sintiendo, es decir, la flecha y
el sentido de sus sentimientos, que al final lo son también del propio relato.
Al contrario que el espectáculo de las grandes catástrofes televisadas, cuya
llamada a la solidaridad universal todos sabemos que forma parte del guión
mismo del show bussines mediático.
Hacia al final de la lectura apareció algo encomiable, antes de que se apoderara de mi el desánimo y la
tristeza, y sobre todo brilló con toda su luminosidad cuando volví de inmediato al principio: apareció el consuelo y la lucidez frente a
ese prodigio que es ver la existencia humana en todo su esplendor de vida y
muerte, comprobando cómo estas dos honorables señoras se necesitan mutuamente
para que aquella existencia, la mía y la de todos, sea posible todavía. Me
refiero, claro está, al efecto catártico que producía en las personas el final de las catástrofes antiguas que mencionaba
antes. Recuperado hoy con la ayuda impagable de la lectura. Aunque he de
reconocer que, de momento, todas estas facultades antiguas pero de siempre, no
cotizan en la bolsa del éxito y el
bienestar de la mayoría de los lectores occidentales, oficialmente sanos e
higienizados.
En fin, trata de todos nosotros, tanto de los que hemos leído la novela, como
de los que todavía no lo han hecho. Pues todos, todos, nos encontramos siempre
en algún lugar de ese inquietante, misterioso y fascinante periplo vital. Todos
somos seres humanos vivos entre varias muertes. Las que ya hemos tenido, y la
última, y definitiva, que nos queda aun por tener.