miércoles, 20 de enero de 2016

CON EL ÁNIMO DE ACLARAR

Yo sé, por propia experiencia, que es muy fácil decir que hay que abandonar la visión panorámica y adquirir un punto de vista sobre el mundo. La frase suena bien, está bien construida, porque está bien modulada. Y tal. En fin, tiene música, lo cual pone en buena disposición a quien quiera oír su melodía. Pero, reconozco, que decir que hay que abandonar la visión panorámica de la grada y bajar al albero para adquirir un punto de vista propio sobre el mundo, para algunos lectores puede que no signifique nada. Y se queden allí arriba, no por pereza, sino por no saber que tienen que hacer aquí abajo.

A lo que me refiero al hablar así es al ámbito de la literatura y no al de la vida. Si en la vida todo está a servicio de mantener la maquinaria corporal (cerebro incluido) razonablemente en pie cada día, en la literatura todo está a servicio de que el alma, o la mente (o como cada cual quiera llamar a eso) adquiera, inmersa como lo está en sus tinieblas, la máxima lucidez posible. Si en la vida todo se mide y se cuenta, en la literatura todo tiende a ser intangible. Dicho esto, queda claro que cuando yo me refiero a que hay que dejar la visión panorámica de la grada y bajar al albero para adquirir un punto de vista propio, no estoy hablando de una plaza de toros. La grada y el albero son en la literatura dos lugares del alma, no de la vida. Dos símbolos, dos metáforas, como el alma lo es, a su vez, de la vida de la maquinaria corporal y su ordenador cerebral. Las palabras son las mismas, pero distintos son el lugar que ocupan y el alcance de lo que nos quieren decir. 

Así como en la vida, tal y como ya he dicho, todo es medible y contable, todo es tangible y a servicio de una cuenta de resultados anticipadamente prevista, en el alma todo es inconmensurable. Decidirse a tener un punto de vista propio lleva aparejado: primero, el reconocimiento de esa inconmensurabilidad de fondo de las cosas; segundo, que ahí solo podemos acceder, no con el metro y la calculadora, no desde el centro de operaciones de nuestro cerebro, sino desde otra inconmensurabilidad: la de nuestra imaginación. Aunque nos parezca increíble este encuentro entre inconmensurabilidades no suponía ningún problema para nuestros antepasados del medioevo, es más, estar ahí metido era su forma de vida. Somos nosotros quienes, totalmente mediatizados por el paradigma científico empírico, no damos un paso sin saber cuanto nos va a a costar el envite, ni dejamos ver nuestros sentimientos sino es cambio de algo medible y contable, algo que llevarnos al coleto. De ahí la dificultad extrema que tenemos para inmiscuirnos en el ámbito de la literatura, donde todo se mueve mediante el rigor de la imaginación, nada con la exactitud de la ciencia empírica. Resumiendo: tenemos el rigor frente a la exactitud, la inconmensurabilidad de fondo de las cosas y del alma, frente a la transparencia de su cálculo y medida en la superficie.

Pero la pregunta continua, ¿qué es el punto de vista? Es zambullirse en la inconmensurabilidad del alma y del fondo de las cosas, volviendo a la superficie con una forma visible y comunicable fruto del esfuerzo de esa inmersión. Una forma estética dicen los entendidos. Una novela, un cuadro, una sinfonía, una escultura, una película, una representación teatral, una danza, etc. son diferentes formas estéticas que ha construido la firme determinación de su autor de tener un punto de vista. Son, mejor dicho, el punto de vista mismo. El lugar de su alma desde donde ve, oye, huele, toca, goza y sufre el mundo donde vive. Ni que decir tiene que cualquier lector, espectador, oyente,  gustador, gozador y sufridor, que quiera comunicarse con ese punto de vista está obligado a adquirir el suyo propio, haciendo exactamente lo mismo que los autores de aquellas obras, pero recorriendo el camino al revés. 

Leer no es otra cosa que recorrer el camino inverso que ha recorrido antes el autor (narrador mediante), caminando siempre dentro de las inconmensurabilidades aludidas del alma, el fondo de las cosas y la imaginación. Es entonces, y sólo entonces, cuando el lector puede sacar a la luz - y esto es lo que hace grande el itinerario de su lectura, lo que lo convierte en una experiencia creativa única e irrepetible, pero necesariamente comunicable - sus propias dudas y expectativas. Su propio punto de vista. Ese lugar de su alma desde donde, por fin, ve, oye, huele, toca, goza y sufre el mundo donde vive su maquinaria corporal y el centro de operaciones de su cerebro.