El problema no es que alguien te escuche, sino aprender a escuchar a alguien. Al otro. El problema no es el tú, sino el yo.
Esto es lo que de forma directa nos propone siempre cualquier narrador. Para eso sirve leer. Para eso sirve un club de lectura. Para descubrir al Otro. Durante, pongamos, 500 páginas, el narrador nos viene a decir:
“métete tu Yo donde te quepa, aquí manda el mío, que es
el otro con quien tienes que aprender a relacionarte. Así sabrás para qué vale, y donde se encuentra. Durante ese tiempo aquí no manda tu yo, aquí mando Yo. Ese que es, para que te enteres, el Otro, principal condición para que tu yo viva en el mundo de hoy. Descubrir al otro para ganarte tu yo. En fin, para ganarte tu vida, que no tiene nada
que ver con ganarte la vida. ¿Lo podrás soportar? Bien sabemos, tu y yo, que pocos lectores lo soportan.
El problema de los expertos psicológicos es que están poseídos por la fe en la ciencia y, sobre todo, se aprovechan de la fe que tiene su cliente en ellos. Un especie de hechicero de laboratorio. Están poseídos, por así decirlo, por una mezcla letal y explosiva de fe en la ciencia (con la que se publicitan como profesionales) y en la religión que destila el dolor insoportable de quien pide su ayuda (la que de verdad usa delante de la extrema vulnerabilidad de éste, nada científica por cierto). Siempre por este orden. Los expertos psicológicos no están poseídos, digamos, por la fe en la vía del arte aplicada a su trabajo. Es decir, consideran el alma, la conciencia dirán ellos, como un asunto matemático o geométrico, según los casos. Y, en última instancia, su consulta como un taller mecánico, o una
tienda más, donde hacen la ITV según demanda, previa oferta: tus aflicciones tienen solución si me hablas. La conciencia del ciudadano es, por tanto, un cliente a un cuerpo dolorido pegado. ¿Puedo ayudarte? No hay necesidad de que tu me escuches. Ante la aflicción
que te embarga lo mejor es que, como siempre, tú te escuches a ti mismo, pero ahora bendecida tu voz por la fe que tienes en que yo te escucho. Después de un tiempo escuchándote así, tu voz te parecerá renovada, como cuando después de un tiempo sin lavarte te duchas, o
como cuando después de días sin llevarte nada a la boca comes, todo volverá a la normalidad. Recuperarás la higiene mental. Eso es todo. ¿Cómo ha podido pasarte esto? Una crisis que es como un estirón hacia tu felicidad, como afinar el piano: escucharte de nuevo a ti mismo, sin intromisiones o disonancias de otros. Tu verdadero destino.
Para el experto psicológico no es la conciencia, el alma según dicen los poetas, una zona obscura de imposible acceso, bajo un manto mas o menos reluciente. No es un asunto poético. No es nuestra vida un relato. No hay necesidad de escuchar a un narrador externo que te
hable. Nunca el experto psicológico preguntará a sus clientes las preguntas claves que, según como sean las respuestas, les deberían permitir, o no, el paso a su consulta:
“ya que me vas a hablar, ¿para qué sirven las palabras, y, lo más importante, para qué te sirven a ti?
Y, sin embargo, sus clientes lo buscan porque, de repente, ignoran lo que gobierna sus existencias tanto como temen descubrirlo. Incapaces de modificar su destino, no quieren llegar al hastío irreversible. Pero no es eso lo que les preocupa, ni tal vez sean conscientes de ello. Lo que tienen es prisa, porque tienen una fe inquebrantable en que el mundo sigue siendo un lugar completo, al que no le debe faltar nada. Se sienten culpables de esa inopinada anomalía. Por eso prefieren pagar y ser clientes. Tengo un problema, quiero una solución. Evitándose así tener que desarrollar la paciencia de los lectores, que no ven problemas, sino preguntas con las que convivir. Saben que han perdido algo, pero saben, también, que el experto no dejará nunca que su corrosiva violencia interior acabe con
ellos, mientras tratan de encontrarlo. Esperan con esperanza. ¿Temerosos de caer en la desesperación?
Hay restaurantes de alta cocina - me decía el otro día mi paisano, el dueño de mi restaurante de cabecera -, que no quieren regentar solo un negocio, ponen su espíritu en lo que hacen y quieren que eso se sienta y reconozca. Quieren que los comensales escuchen el latido que hay en cada plato. No quieren escucharlos sólo a ellos, ratificando con sonrisas ese axioma del mercado que dice que el cliente siempre tiene razón. Llegan al extremo de decirle al comensal, cuando solo quiere ser cliente: no le sirvo lo que me pide, usted no sabe comer, preferiría que no volviera por mi restaurante. ¿Y si los expertos psicólogos hicieran algo así con su trabajo? Usted tiene un Yo enorme de gigante, su aflicción se debe a eso. Hasta que no lo domestique preferiría que no volviera a mi consulta. No cuente conmigo
para seguir engordándolo.