viernes, 19 de febrero de 2016

SUKKWAN ISLAND, novela de David Vann

Esta vez lo que primero oye el lector es la jovialidad tan propia de la vida burguesa y urbana proveniente de una voz en primera persona. Fíjate que bonito, fíjate que felices éramos los dos, el sueño de mi vida: viajar en un Morris mini con tu madre, la mujer de mi vida, siento que le dice quien habla a su hijo. Dos en la carretera, y tal. De momento yo lo hago en bici, me digo, y también lo paso bien. Luego compruebo que no es aquella voz quien cuenta la historia, sino una voz no identificada, pero no tanto. Me doy cuenta de la forma que tiene de usar el lenguaje, muy ajustado a lo que dice, como si fuera una de las maneras de hablar de la naturaleza que rodea a los protagonistas, con esa contigüidad tan igual y tan diferente, tan cadenciosamente diferente. Como si al estar tan alejados de cualquir centro de vida organizada, urbana o rural, las palabras de los seres hablantes produjeran un trato distinto entre ellos. Pasa lo mismo con la forma de los diálogos que mantienen los protagonistas, con la manera que tiene el narrador de darles entrada. No hay acotaciones, es decir, no hay eso tan propio, tan educado, tan visto en la novela tradicional burguesa, eso que sigue a las opiniones de los personajes: - dijo fulanito o respondio al parecer menganito. Hablan entre ellos, el narrador y los protagonistas, como si fuesen tres vidas bajo la influencia de una misma tonalidad musical. Pero sin dejar cada una de ser diferente, ni de estar presente detrás de lo que dicen. Como si a treinta kilómetros del ser hablante mas próximo, aislados en su propia isla, el lenguaje experimentara una inopinada transformación en el alma de estos tres protagonistas. ¿O es al revés?

Otro tanto observo en la manera de percibir los peligros. Lo que me deja helado no es el invierno que les espera a los protagonistas, y los osos, y la falta de pericia del padre: no trae semillas para plantar lechugas y otros productos, nada más trae una sierra para cortar leña,...sino que lo que me deja helado es ver como el hijo descubre, de manera imprevista, que su padre esta llorando, y como eso le quita el sueño. No se me olvidará nunca, cuando tenía diez  años, el dia que noté que de los ojos de mi padre se escurrian un par de lágrimas. Se me cayó el palo del sombrajo. Hasta ese día yo pensaba que los únicos que llorábamos en casa eran mi hermana y yo. Si mi padre llora quien se encargará de nosotros a partir se ahora, me pregunté. Mucho frío, recuerdo que sentí muchos y extraños escalofríos.

Con estos comienzos ¿podré seguir leyendo, sintiendo y tratando de dar sentido a lo que lea, sin tener en cuenta sus consecuencias? Comprendo que tengo que colar mi alma en esa cabaña, si quiero llegar a entender algo. Tres páginas después, lo del Morris mini me parece tan irreal como ortopédico. En estas me encuentro.