miércoles, 10 de febrero de 2016

LA DIFERENCIA QUE HAY ENTRE LO QUE DICE Y LO QUE CUENTA UN RELATO EN EL ACTO DE SU LECTURA

Vuelvo sobre lo que dijo Ortega i Gasset: no tenemos ideas somos ideas. Una aseveración que continua vigente, así en el trato con la vida como con en el que mantenemos con la literatura. Es una de las maneras mas lúcidas de explicar la estructura de un carácter, que, inevitablemente, determina su destino. Mayormente nos gusta disfrutar plenamente del sentimiento de pertenencia a una idea, y solemos huir de la responsabilidad de lo que significa arriesgar a tener alguna idea. Somos A, somos B, somos C, somos D, somos E, somos F, somo G, somos H, somos I, somos J, somos K, somos Z. Somos. Pero lo que realmente nos cuesta ser, es ser capaces de tener alguna de las ideas que hay en todo eso que decimos que somos. 

Ser una idea es un asunto de fe, algo ingrávido, todo el esfuerzo que requiere es repetir su gramática como un loro cada día. Todos los días. Tener una idea pesa y es inestable, y cada día corremos el riesgo al levantarnos de no
tenerla. De no tener nada, y no ser nadie, y comprobar que hay que empezar de nuevo. Tener una idea, quiere decir usarla convenientemente para abrir nuevas perspectivas, ensanchar la propia experiencia, dudar en compañía, reconocer al otro como un otro que puede tener otra
idea, en fin, requiere pensar. Tener una idea exige dedicación, atención, concentración, coraje, generosidad. Pero tener una idea es, sobre todo y a pesar de todo ese esfuerzo, ser consciente de que no es tuya, que no es de tu exclusiva propiedad. Que no es de nadie en concreto. Tener una idea es reconocer las palabras que la sustentan, y
que son ellas las que hacen que sea tal idea y no otra, y que esas palabras son de todos. Vienen de lejos. Son nuestra herencia común, y nadie tiene derecho a robárnoslas por la soberbia de querer ser a su costa.

Traigo de nuevo a colación este dilema porque tengo la sospecha de que en el acto de la lectura prevalece de forma mayoritaria el "somos una idea" sobre el "tenemos una idea". O su correlato literario: prevalece "lo que se dice" en el relato sobre "lo que cuenta". Si nos fijamos, lo que se dice en el relato es fácil ponerlo en la misma cesta de somos una idea. Lo que se dice es el argumento del relato y eso es justamente lo que leemos todos los lectores: a favor o en contra somos ese argumento. Igual que cuando somos una idea. Lo podemos aprender de memoria y repetirlo a quien
tenga la paciencia de escucharnos. Es la respuesta inmediata a la coloquial pregunta: ¿de qué va esta novela o aquel cuento? Ahora bien, para responder a lo que cuenta la novela o el cuento el lector requiere pensar, es decir, requiere ponerse en disposición de tener ideas, de querer desarrollarlas a partir de lo que lea. Requiere, en
fin, imaginar. No poner lo que dice la novela o el cuento en
comparación con las ideas que ya somos, como si fueran de nuestra propiedad. Y si no coinciden, pues peor para el cuento o la novela. 

Lo que un relato dice es el desorden característico de la vida en forma de narración sublimada o ideal. Es lo que conocemos como planteamiento, nudo y desenlace. Por eso nos mostramos satisfechos del efecto catártico que nos produce al ver ese desorden, que tanto nos molesta y nos confunde cotidianamente, reflejado en unas paginas. Por eso decimos, como descansando por un rato del trajín diario: es como la vida misma. Y con eso nos basta. Es como disfrutar de unas horas de permiso, para de inmediato volver a la guerra. Sin embargo, debajo de eso que dice lo que un relato cuenta está el orden verdadero al que aspiramos, y que exigimos, el tema profundo que
esconde ese aparente desorden de personajes, acciones, tiempos y espacios.

Como mejor se entiende lo que digo es fijándonos con suma atención en esos momentos de nuestra vida en los que, de forma directa o vicaria, nos tenemos que enfrentar a un conflicto, a un dilema importante. Es decir, a algo que nos importa, a algo que en ese momento es lo que más
nos importa. Cualquier persona enfrentada a algo así y en esas condiciones, es alguien que no sabe o por lo menos que no puede saberlo todo. El mundo se le aparece inconsistente o fragmentario, la realidad se le vuelve antitética, es incapaz de predecir el futuro más inmediato, hay cosas que no conoce y muchas otras le parecen
contradictorias, y a pesar de que trata de imponer un orden para no acabar loco, este orden es insatisfactorio, se abre a demasiadas posibilidades y no podría decir a ciencia cierta si la decisión que toma o el conflicto en que esa persona se ha sumido es de esta o aquella clase, tiene esta o aquella importancia, será decisivo o irrelevante apenas un poco más tarde. Así como se le revelan todas estas cosas, se le revelan otras que podríamos resumir así: la persona
se siente incompetente ante los acontecimientos que le desbordan. Pues bien: esta incompetencia corre pareja con una necesidad absoluta de orden. Y esto no es contradictorio, sino la condición misma de la representación, en la vida y en la literatura. No saber y exigir orden 
al mismo tiempo (o necesitar orden porque no sabemos, tanto da), forma parte de una equivalencia de la que se hace eco el pensamiento narrativo o literario. Y el pensamiento creativo en general. Y digo pensamiento, porque es una forma de pensar, es una modalidad de la razón, es un acto de conocimiento. Pero con reglas distintas a las de otras formas de conocer.

En resumen, si el relato dice lo mismo que cuenta, es que no es un relato, sino una peripecia ilustrativa o una argumentación enmascarada. Ambas cosas no forman parte de la creación literaria, lo que no quiere decir que no sean satisfactorias o que no se pueda aprender también con ellas. Pero no son literatura de ficción. Se trata de los dos niveles fundamentales de la literatura, necesarios
para que se den las condiciones de posibilidad de que el lector intervenga.