Los sentimientos no corren en paralelo con ningún programa de realidad. Ahora que es tiempo de los nuevos retos literarios quizá convenga volver a recordar esto, igual que leer narrativamente no es otra cosa que sentir primero y, después, otorgar sentido a eso que hemos sentido. Nada de esto nos debería ser ajeno como lectores. Sobre todo para no volver a caer de nuevo en las consabidas trampas de lo real, que tiende a hacernos creer que lo que sentimos en nuestro trato con la vida forma parte de la solución de los problemas en que aquel nos mete sin miramientos. Dicho de otra manera, no deberíamos confundir la acción propia de nuestra vida con la acción narrativa de nuestra lectura. Por ejemplo, es lo habitual que los personajes que nos visitan padezcan, en el momento de conocerlos o con posterioridad, algún tipo de crisis personal, alguna clase de conflicto. ¿Quién es este personaje que se nos presenta así? Esta debería ser la primera y principal preocupación del lector, lo cual es también el inicio de su peripecia dentro de la acción narrativa que el personaje en cuestión va a protagonizar. No debería el lector, por tanto, tratar de averiguar con carácter de urgencia que le pasa a ese personaje y cual es la solución mas idónea que le propondría, echando mano de algunas de las estrategias que se ponen en práctica en la vida: psicoanálisis, agencia de detectives, etc, que son acciones legítimas pero que no son narrativas. En fin, no se trataría, para entendernos, de responder a las dificultades a que nos obliga la lectura con las respuestas que usamos habitualmente frente a las que nos depara la vida. En el acto de la lectura somos únicamente lectores, y en esa labor deberíamos poner todo nuestro esfuerzo y concentración. No somos, deformados
profesionalmente o por cualquier otra adicción, especialistas de nada, ni abrimos una novela para atender las cuitas de nadie.
Si como decía antes, leer narrativamente no es otra cosa que leer (y en última instancia leernos) los sentimientos dándoles al hacerlo un sentido, los personajes de la literatura son, por ello, construcciones con alma en estado puro, es decir, sin cuerpo, únicamente con sentimientos y atributos. Las personas de carne y hueso, aparte de eso
todos sabemos que nos constituyen también otras cosas. Digo esto porque en las narraciones hay también personajes sin alma, como los escenarios o los objetos que los amueblan, cuyos atributos tienen una importancia notable en el desarrollo de la acción narrativa. Los personajes literarios con alma, repito, no son personas de carne y
hueso, como los que tratamos cotidianamente, que esconden bajo la armadura corporal sus sentimientos durante toda su vida.
Esta idea de con alma ya da algunas pistas de su tratamiento. Hay que conocerlo bien, hay que sacarlo a la luz, hay que desvelarlo. Puesto que el alma no es lo primero que se presenta a la vista en los personajes, ello supone que hay que utilizar un procedimiento para descubrirla o llegar hasta ella. Este procedimiento en narrativa se
llama, como ya he dicho, acción narrativa. El personaje está unido a la acción con un propósito de desvelamiento. Todo ello sumado es lo que proporciona el tema. Es decir, personaje más acción igual a desvelamiento. Teniendo en cuenta el valor de cada uno de esos términos en una narración, nosotros alcanzamos a conocer el valor de
la narración misma.
Fíjense como nada de eso ocurre en la vida. Las acciones que llevamos a cabo en la vida no tienen el propósito de su desvelamiento, es decir del conocimiento de la verdad que esconde, sino más bien de que la vida continúe. Pues todos intuimos, porque sabemos mucho y al mismo tiempo demasiado poco de este mundo, que el desvelamiento de la verdad acabaría con el valor de la vida, tal y como lo entendemos, para siempre. Como dicen los filósofos la pregunta por la verdad implica una escisión. Tenemos que estar fuera de nosotros para poder abordarla: ese ser y no ser, al mismo tiempo, el narrador y los personajes que el lector experimenta en sus lecturas. Esta es la manera en que su propia verdad la recibe el lector desde fuera de sí para, finalmente, hacerse con ella y “estar consigo mismo como en casa."
Resumiendo, el personaje es alguien de quien estamos obligados a saber. A saber todo. A saber todo quiere decir que con lo que el narrador nos muestre en el relato, que, se supone, es lo necesario para lo que él quiere contar, el lector pueda imaginar como es realmente ese personaje.
Obsesionados con seguir el argumento, normalmente nos despreocupamos de ese saber realmente quien es el
personaje, olvidando de paso que es nuestro intermediario para alcanzar nuestra propia verdad en el acto de la lectura (que es, en definitiva, para lo que leemos), llegando a la última página sin haberlo conocido todavía. Todos los personajes tienen una parte común entre ellos y común también a los demás lectores. Pero tienen, sobre todo, una parte específica que los hace irrepetibles, igual que a cada lector en su lectura. Conocerlos bien, saber todo de ellos, significa llegar a poner en contacto a esas dos irrepetibilidades que forman el personaje y el lector en el momento del acto de la lectura. Aquello que pudieran tener de común más o menos explícito, según los narradores, sería el vehículo o el medio de transporte que nos va a posibilitar ese encuentro entre las dos conciencias del personaje y del lector. Un encuentro, a su vez y como no podía ser de otra manera, inequívocamente irrepetible.