jueves, 11 de febrero de 2016

A MI NADIE NUNCA ME SABRÁ LA MIA

Mi madre era una mujer que le gustaba hablar mucho y a cualquier hora. Su educación quedó interrumpida a los nueve años. Se tuvo que poner a servir en una casa del pueblo para ayudar a sus padres. Su padre se ganaba la vida de pastor, pero el sueldo no llegaba a final de mes. Era la cuarta de cinco hermanos, que también vivían con lo justo y, sobre todo, con lo injusto. Nunca más volvió a pisar una escuela.

Desde que la conocí la recuerdo siempre hablando por los codos, sobre todo con las vecinas y con su hermana mayor. Muchos días le podían dar las doce de la mañana dándole al pico en el rellano de la escalera. En las conversaciones con mi padre ella hablaba la mayor parte del tiempo. Le oí contar muchas historias: familiares, vecinales, relativas a su niñez y a su trabajo como sirvienta en casa del mas rico del pueblo. Un vendedor de harinas que se acabó arruinando por falta de celo empresarial entre sus herederos. Las historias de esa gran mansión, desde el punto de vista de la criada, eran excelentes. Para ella, después de casarse con mi padre y tenernos a mi hermana y a mí, trabajar de criada en aquella casa era lo mas importante que le había ocurrido en la vida. Eran historias teñidas por la fidelidad a prueba de todo. Con ellas entendí, cuando estudié en la universidad,
la estéril dicotomía que enfrenta a la servidumbre voluntaria con la revolución permanente.

Cantaba muy bien. Lo hacía mientras limpiaba, fregaba y cocinaba. A mi hermana y a mi nunca nos fue a llevar ni a buscar a la escuela. Concha Piquer era su cantante favorita. Un día, cuando yo tenía diez o doce años, le pregunté porque le gustaba tanto, y me contestó: "es que no
la oyes". El infarto cerebral que la acabaría llevando a la tumba le paralizó algunas partes del cuerpo, pero no le dañó el cerebro, ni, por tanto, el habla. Con eso quiero decir que su ultimo segundo de vida coincidió exactamente con sus últimas palabras lúcidas: "Antonio avisa a la muchacha (mi hermana), no me encuentro bien". Y se fue para
siempre. Vida y lenguaje fueron para ella lo mismo. Las palabras, como la sangre, aparentemente eran dos corrientes paralelas e inseparables. Su alma y su cuerpo, su imaginación y su vida debían coincidir o encontrarse, supongo, allá donde guardó, a cal y canto, lo que fue su mayor secreto. Algo que, mas tarde entendí, que no pudo ser falso.

De entre todas las historias que le escuché, sobresalió una frase que de vez en cuando la repetía de forma recurrente: "A mi nadie nunca me sabrá la mía". Durante años la escuché siempre como una frase mas. Un latiguillo, una cantinela. Luego empecé a darme cuenta de que la frase
la decía siempre cuando vivía momentos intensos de conflicto. No con su vida, sino con su alma. Se cruzaba de brazos y se le desencajaba la cara, y entonces solo decía: "a mi nunca nadie me sabrá la mía". Eran esos momentos en los que su vida se desentendía, dejaba de dialogar
con su alma, algo a lo que no me tenía acostumbrado. Entonces empecé a sospechar de aquel aparente paralelismo de la corriente de sus palabras y la de su sangre. A ver con mas nitidez donde y como era el
encuentro de su vida y su imaginación. Muchos años mas tarde me compré los discos más importantes de la Piquer. Desde entonces he escuchado todas sus canciones varias veces. Y vuelvo a escuchar alguna cuando me acuerdo de mi madre. Particularmente el dia que se fue para siempre y
el día de mi cumpleaños. Me he fijado con mucha atención en sus letras. Y en su música. Hoy hace cinco años de su muerte, y por primera vez creo entender a la mujer que me trajo al mundo. Como lector, es decir, como observador atento de lo que me rodea, no es que haya sido precisamente un adelantado.