sábado, 13 de febrero de 2016
UNA PASTELERÍA EN TOKIO, película de Naomi Kawase
Como decía en el escrito anterior, para sobreponernos a las trampas y amenazas de la vida debemos dar el salto hacia esas conversaciones lectoras, entendidas en sentido amplio, que nos permitan renovar nuestra conciencia del lugar que ocupamos en el mundo, ya que la seguridad y salvación que nos proporciona el lenguaje máquina de los BETC nos encierra en un lugar, perdiendo nuestra conciencia la libertad que necesita para llevar a cabo su renovación.
El salto, claro está, es en el tiempo para acercarnos a la verdad de la vida. Pues si fuera un salto en el espacio, sería para que la vida continúe, un ejercicio para el que el lenguaje maquina de los BETC es sobradamente competente. La pequeña pastelería en Tokio en la que Sentaro sirve dorayakis (pastelitos rellenos de una salsa llamada "an"), es un espacio del tiempo. Del tiempo que viven Sentaro y la anciana que se ofrece a ayudarle y de la joven estudiante que lo acaba haciendo también suyo, aunque su tiempo histórico sea evidentemente otro. El cine, a diferencia de la literatura, hace difícil visualizar la comparecencia de estas coincidencias temporales en el espacio que le es propio, porque la irrefutabilidad de las imágenes no deja lugar a dudas: a primera vista la pastelería que regenta Sentaro es un edificio que ocupa su número en el catastro cartográfico de la ciudad de Tokio. Me cuesta ver el pensamiento que ahí comparece. El pensamiento visible por delante de las imágenes. Por si queda alguna duda cartográfica la cámara busca de vez en cuando al tren urbano que pasa cerca con todo su jolgorio de raíles y traqueteos, y a los tejados de los pisos amontonados y llenos de antenas que hay alrededor. Queda claro que es una ciudad de Japón, pongamos, su capital. Sugiere que, como todas las capitales del mundo, es un caos urbanístico. Pero en ese caos no todo es caos. La tienda de Sentaro no. Desde la butaca intuyo otro orden, más cerca del de las grullas que, digamos, del orden que ha alcanzado a los BETC. Dicho de otra manera, en la tienda de Sentaro parece que se dedican a hacer lo que saben hacer bien, pero fuera de la tienda, como en cualquier capital del mundo, parecen desear lo que no podrán tener nunca. En fin.
Nada de lo que ocurre en la pastelería, por tanto, remite al lenguaje máquina de los BETC, lo cual, al no facilitar su irreprimible querencia hacia la representación identificadora, debería dejarles más a las claras el salto hacia la representación estética, que les hiciera renovar la conciencia de su pertinaz posición deseante en el mundo. Ese necesario desdoblamiento del Yo Lector Espectador, pues todo lo que ocurre en una narración es, y no es al mismo tiempo, como lo que le ocurre a los que leen o miran. Pero el Yo Encumbrado de los BETC no quiere desdoblamiento, lo que quiere es fusionarse con el héroe en la cumbre y eso sólo les sucede en el caso de narraciones tipo "Superman", que tampoco tienen nada que ver con su lenguaje máquina pero son las únicas en las que nadie los molesta con posibilidad alguna de tener que renovar su conciencia de cómo están en el mundo. Pues siguen creyendo que volar a su antojo es lo único y lo más importante. Los Superman de estas narraciones viven en un mundo radicalmente otro, al que es imposible saltar desde nuestra condición de adulto racional moderno. Una modernidad que, lejos de hacernos reflexionar sobre la barbarie que han alumbrado sus límites y, por tanto, la imperiosa necesidad de volver a repensar nuestro origen en nuestro presente, ha acabado convirtiendo a los BETC, por mor de su rígida y enjaulada condición, en sujetos masa. Como dice Peter Sloterdijk, “una materia explosiva psicopolítica altamente inflamable. Esta puede ser detonada por una chispa surgida tanto en el ámbito de lo público como en el de lo privado.” Los BETC son cabalmente esa “bomba de relojería”, que hoy puede hacer saltar por los aires cualquier momento y lugar. Es su estilo particular para que la vida actual, de la que son indudables e intocables protagonistas, continúe. A esa catástrofe también se le conoce con el nombre más digestivo de entretenimiento.
Frente a este nuevo holocausto servido con cuenta gotas, Naomi Kawase nos ofrece con su película la única salida posible a este despropósito en el que estamos metidos: dar el salto hacia sitios pequeños y hacerlo sin prisas. Como siempre, yo tardo lo mío en abandonar esa imagen catastral que me ofrece la pastelería. Desde el otro lado del abismo me voy dando cuenta de que la directora japonesa va amueblando la estancia de cosas, de voces, de luces, de músicas, de cerezos en flor, de la luna llena, de diferentes movimientos de los cucharones en la salsa "an", de silencios y miradas, en fin, de multitud de detalles que desde la orilla que ocupo es imposible captar la verdadera fuerza de lo que me quieren contar. Estoy muy lejos. Ya es mucho que atisbe eso, pero tengo que saltar. En el tercio final de la peli noté que había dado el salto, pues empecé a sentirla de otra manera. Había cambiado de lente. Antes me he enterado que Sentaro era un expresidiario, la anciana está enferma de lepra y la joven no puede acceder a la universidad por falta de dinero. La vida dentro de la pastelería seguía su curso, pero ahí dentro se me había caído el velo que la cubría desde la orilla opuesta. Desde allí, con la lente cómoda, veía a Sentaro y a sus acompañantes deambulando por el kiosko entre dorayakis. Veía lo evidente. Pero si se mantenían juntos en aquel kiosko y los daroyakis conseguían bendecir, con la determinación que me mostraban las imágenes, esa unión, era por algo que no era tan evidente. Era algo que, de manera oculta, ensamblaba aquellas diferencias, siendo yo con mi acercamiento una más. La filosofía existencial llama a esto experiencia de lo sagrado. No seré yo ahora quien se oponga a ello. Pues compruebo con satisfecha emoción que la experiencia de lo sagrado no tiene porque acontecer, como ha hecho tradicionalmente, en lo más alto de las cumbres. Ni estar protagonizada por seres excepcionales.