jueves, 23 de agosto de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 2

DE LA BICI AL COCHE
Si mal no recuerdo, en este tipo de vacaciones veraniegas, digamos, de tres semanas de cuatro, que ha solido tener el calendario laboral al que he estado adscrito, las dos ruedas y los pedales siempre han sido los protagonistas principales de los desplazamientos que determinaban el itinerario que hubiera dibujado con antelación. Los otros medios de transporte, avión, coche, tren, autobús, han sido, por decirlo así, protagonistas secundarios o teloneros de la actriz principal en estos menesteres viajeros de largo aliento kilométrico y expectativas, la bicicleta. Sin embargo, en los viajes de corto aliento, puentes o fines de semana, no se ha producido una inversión de papeles, pues la bicicleta en estas ocasiones siempre se ha quedado en casa. Así que la novedad más importante a la que tenía que enfrentarme y adaptarme, era la de cambiar la bici por el coche como medio de transporte esencial y único en el viaje californiano o de la fiebre del oro. Lo he denominado así en recuerdo y homenaje de aquellos pioneros del siglo XIX, que con su desmesurada e incontrolable codicia transformaron para siempre, mediante las aventuras subsiguientes que acompañaron a aquella, la faz del continente norteamericano, además de darle la vuelta, hasta convertirlo en virtud, a uno de los pecados capitales con que la iglesia católica había mantenido a raya a la pobreza de la mayoría de sus feligreses, a saber, el deseo instintivo a poseer lo que no tenían y que, según ese giro, se lo merecían. ¡Haceros ricos que ya no es pecado!, sería la nueva luz que aquella fiebre trajo al mundo y que desde entonces no ha hecho más que extenderse por todo el planeta, hasta convertirse en la única que lo alumbra de uno a otro de sus confines. Tal y como consta en mis apuntes previos al viaje, fue Henry Miller quien dijo que “la única manera de ver América es en coche.” Lo cual si lo leo con atencion no deja de ser un efecto o daño colateral de esa codicia fundacional de lo americano que he mencionado antes. Hacerse rico porque ya no es pecado, deduzco, no es sinónimo de una vida mejor, sino de una vida más cómoda en tanto en cuenta que sea también más acelerada. Pues no olvido que la codicia de aquellos pioneros estaba ligada al ritmo que imponían las caravanas en sus desplazamientos hacia el oeste en busca del metal dorado, un ritmo similar al que pueda tener la bicicleta. Luego la única manera de ver América en momentos de máxima codicia y tiempos escasos por acelerados - habría que añadir a la frase de Miller - es el coche. Lo que pueda dar de sí la visión de este continente con la lente de la austeridad y el ritmo de los pedales pertenece al ámbito de la distopía. Una de las diferencias del uso de la bicicleta respecto al coche, no hay que insistir mucho en ello, es la desigual relación que mantiene esa extraña composición de cuerpo y alma que nos constituye con la distancia en el continente europeo, a la que estoy acostumbrado, respecto a la del norteamericano, de la que no tenia otra experiencia que la que me habían contado quienes habían estado allí antes. Dicho de otra manera, un recorrido de 500 kilómetros en bici o en coche en Europa puede estar lleno de significado y, por tanto, de sentido, pero en America puede ser solo un dato insignificante en un mapa, un dato que puede decir no haber llegado a ningún sitio todavía. La distancia que media entre el signo y el significado, entre el sentido y el sinsentido se rige por un diferente sistema de pesas y medidas, y no me refiero a que allí se utilice la milla en lugar del kilómetro y los grados farenheit en lugar de los celsius. Aunque el turista coremático de una orilla y otra del océano Atlantico tengan en común su insaciable codicia, el que no dispongan de todo el tiempo, como los antiguos pioneros, relativiza en parte la distinta percepción que tienen de las distancias.