viernes, 24 de agosto de 2018

LA FIEBRE DEL ORO 3

AL VIAJAR, UNO ES OTRO
Hay todo un repertorio de frases escritas alrededor del hecho del viajar, a las que inevitablemente acudo para intentar decir algo sobre lo que haya podido dar de sí mi experiencia viajera concreta en cada ocasión. De todas ellas la que me resulta más enigmática e inaprensible es la de que cuando uno viaja se convierte en otro. Suena bien, y hasta pienso que es acertada y deseable para que la vida siga su curso, pero lo que no tengo claro es cuando y como y por qué se hace esa, digamos, transmigración del uno al otro. Pues cuando uno viaja es más uno mismo que nunca, sencillamente por razones prácticas de supervivencia. En todo caso, uno se convierte en otro después del viaje, sin saber muy cuando, si al mes o al año de haberlo efectuado. También sucede, de hecho es lo que más sucede, que no ocurre nunca, pues uno mismo es una carga demasiado pesada para que pueda hacer ese tipo de filigranas transmigratorias. El caso fue que el viaje a la tierra  que sufrió y gozó de la fiebre del oro, de la que nació el estilo moderno de especulación y usura, no pudo ser en su preparación e inicios un canto más disonante al yo mismo. Las doce horas vuelo que me esperaban y una literalidad a la hora de leer esa fiebre dorada original, tuvieron la culpa de ese protagonismo onanista. Respecto al vuelo, lo de siempre, contra lo dice la razón técnica, los aviones se caen por razones humanas, la menos razonable de las razones. Prueba de ello era mi absurda idea de que allí donde debería aterrizar, si es que eso al final se llevaba a cabo, todo estaba como en la época de los primeros buscadores de oro, con sus caravanas, sus despeñamientos y sus ataques de los indios hostiles. El yo de uno mismo, como puedes observar, es mucho más de lo que muestra en su lisa superficie donde surfea cada día. En fin, aunque parezca increíble el avión aterrizó en el aeropuerto de Los Ángeles (California), y yo mismo dentro estaba sano y salvo, de momento. Ya que hay creencia más absurda que la que se empeña en darle categoría científica a que al tocar con los pies en la tierra uno está más seguro que nunca, pero así son las cosas para los bípedos implumes. Así que al abandonar la rutina diaria hubo miedo incontrolado en lo inmediato y una voluntad de ficción en el horizonte que se dibujaba en los próximos días que, ahora que todo ha pasado y trato de ordenarlo por escrito, tal vez fueran las grietas por donde se iba a colar el otro y lo otro. ¿Es necesario ennudar así el cuerpo con el alma, y viceversa? Seguramente no. Pero ante la pregunta, ¿es necesario no hacerlo nunca?, la respuesta sería la misma. Porque las preguntas son otras, a saber, ¿qué hace uno en cada momento? ¿cuál es el sentido de ese esfuerzo? ¿a qué concede valor? ¿cómo construye su carácter? y, sobre todo, ¿qué comunica a los demás con su existencia? Y al tratar de darles una respuesta uno mismo debe saber que orilla de la realidad ocupa en ese momento y a que orilla del mapa corresponde, o dicho de otra manera, ¿qué cartografía, y que tipo de desplazamientos, necesitan nuestros viajes imaginados? Como dice, Cees Nooteboom, “Nunca podemos experimentar directamente la realidad. Siempre se producen imágenes, unas que nos acometen desde fuera y otras que son producidas por nuestra imaginación. Vivimos en un capullo de imágenes y es muy importante su clase: si son ricas, nuestra realidad también se enriquece; si son pobres, vivimos en un desierto. Así pues la relación entre realidad y ficción es más complicada de lo que se cree.” Entre lo que es viajar uno e imaginar mientras uno viaja, que ya es otro. Por aquí, todo bien. Había dado el salto oceánico y continental de un tirón, y la primera noche dormía en Venice Beach, lugar anclado en los años cincuenta. ¿Cómo volver a esos años si uno no es otro y los dos damos un salto en el tiempo?