viernes, 16 de marzo de 2018

EL COMEDOR DE COMERZBANK

Mientras me he ido convenciéndo que las barbaridades genocidas del siglo XX acabaron con la ideal griego de humanidad, de educación y de diálogo, dejándonos a sus herederos huérfanos para siempre, he seguido yendo a los lugares de los hechos donde se produjeron aquellas barbaridades no para saber más de ellas, que ya tengo suficiente información, sino para ver cómo se colocan frente a su orfandad quienes las visitan. Y compruebo, desolado, que miran lo que les muestran como un objeto extraño procedente de otro planeta, que ni siquiera es el de los simios. No se trata de un cambio de escenario, y mucho menos de ocio o turismo, sino de una extensión del programa de nuestra vida cotidiana hacia la obtención, el día de la visita, de una experiencia sensible de los conocimientos teóricos o informativos que hayamos podido adquirir previamente sobre el objeto de la visita, ya sea una exposición sobre Auschwitz (como la que hice en diciembre pasado en Madrid), un memorial dentro de un campo de concentración y extermino (como el de Mautthusen), un pueblo mártir de esos que asesinaron a todos sus vecinos (como Oloron sur Glane, en Francia),etc. Esa experiencia sensible de lo que ya sabemos por vía teórica o informativa solo se puede conseguir desde el lado de la vida, es decir, mediante la creación y el pensamiento, nunca desde el lado del tic tac histórico, empírico y noticiable,  que es el lado de la muerte, es decir, el lado de lo que empieza y acaba, de lo de ayer que ya no vale para hoy, en fin, el lado que nos conduce de forma inevitable a la muerte. No se trata de espantarse o de poner cara de palo, como he visto que hacían los visitantes en los lugares de los hechos, sino de aprender que la vida y la muerte son dos caras de la misma moneda, que se retroalimentan de forma permanente en el tiempo que dura nuestra existencia. Ahora que lo he puesto por escrito pienso que quizá tuviera razón Duarte cuando me comentó, después de decírselo a ella verbalmente y un tanto a trompicones, que con mis palabras estuviera descargándome de un sentimiento de culpa por visitar el lugar de los hechos de lo único que ha sobrevivido a aquellas ominosas catástrofes, el manejo del dinero. Pues, efectivamente, habíamos llegado a golpe de pedal y de lluvia al corazón de Mainhattan. Y lo extraño o paradójico es que me sentía, por decirlo así, a salvo de todo eso que he escrito al principio y que de alguna manera me lleva persiguiendo desde los primeros años de mi madurez, en los que me desprendí, como no podía ser de otra manera si había decidido iniciar mi vida adulta, de toda la pirotécnica romántica y adscribirme a la aburrida pero irremplazable forma de ser y actuar democrática. A diferencia del paseo por la isla de los rascacielos neoyorkino - donde el sentimiento que abraza al visitante es el de algo que se ha salido de madre y, al no poder verterse en el mar, se abalanza, como un alud de nieve en las grandes montañas, sobre el enjambre de paseantes que, como él, a todas las horas del día y la noche van y vienen zigzagueando por las diferentes calles y avenidas de la gran manzana - los primeros pasos que nos adentraron en Mainhattan fueron de sosiego y seguridad. Creo que grité, ¡estamos salvados!, corriendo el riesgo de que Duarte me reprendiera para calmar los efectos de su proverbial timidez. No lo hizo, simplemente me dio un ligero tirón del brazo y con una leve sonrisa en los labios nos fuimos metiendo entre las calles que comunicaban a unos edificios con otros. Puedo decir que, casi sin darnos cuenta, nos habíamos colocado en el corazón del único poder genuino de la nueva Europa realmente existente - la que emerge de las ruinas y escombros de 1945 -, el poder económico. Tal vez parecezca desagradable que vuelva a tratar con el dinero de esta manera, digamos, tan contraria a su mera función instrumental. Pero ya dije que el euro me parece algo más que una moneda y el banco central europeo es lo más parecido a un catedral laica. Sería deseable que, para los que ya usan la moneda común con absoluta normalidad, significara algo más que su mero valor de cambio. Si ese plus simbólico del dinero, que para la generación de mis padres significó una válvula de escape de la escasez o la pobreza, para quienes ahora vivimos debería significar un dique contra cualquier tentación de volver a las andadas, las mismas que llevaron al continente europeo a los desastres que vengo recordando. Por ello me hubiera gustado que mis padres y mis amigos me hubieran visto pasear por las calles de Mainhattan, dando testimonio de lo que de forma silenciosa pienso, pero que nunca les haré saber que lo hago. Quizá si hiciera público estas reflexiones, al contacto directo con toda la contaminación acústica y verbal que hoy existe, quedarían de inmediato pulverizadas por efecto de la toxicidad corrosiva del ambiente. Me basta con intuir que con lo que a veces les comento al respecto, sobre todo a mis amigos pues mis padres ya no están para estos trotes, puedan deducir lo que pienso. Cuando llegamos enfrente del edificio del Comerzbank, uno de los más altos del complejo de rascacielos de Mainhattan como corresponde a la categoría que representa ser el banco más grande de Alemania, Duarte observó que un grupo de personas salía de los bajos del edificio con un aire más distendido de lo que habíamos ido viendo durante el rato que llevábamos  paseando. Miró a través de los ventanales y observó, no sin sorpresa, que se trataba del comedor de los trabajadores del gran banco alemán. A la sorpresa por el descubrimiento le añadimos el hambre que empezaba a apretar, lo que dio con nuestros cuerpos en el interior del comedor preguntando si podíamos comer aunque no fuéramos trabajadores de la entidad bancaria, lo cual no hacía falta recalcarlo dadas las pintas que llevábamos de cicloturistas en la etapa final de su viaje. Así lo entendió la persona que amablemente nos atendió y a continuación extendió sus dos manos hacia el gran amplitud del comedor como diciéndonos: sírvanse ustedes mismos. Así lo hicimos sin demora, pues se trataba de un self service, disponiéndonos a vivir la experiencia de comer donde lo hacían cada día los trabajadores mejor pagados de todo el continente europeo. Lo cual me lo sopló Duarte al oído, como sintiendo vergüenza de que la pudieran escuchar, pero satisfecha por poder decirlo, una vez que nos sentamos alrededor de la mesa que elegimos con nuestras bandejas llenas de lo que nos íbamos a comer, de la forma mas gustosa que de ninguna de las maneras habíamos podido imaginar cuando nos pusimos a pasear por las calles de Mainhattan.