No hay día que la pasión de lo imposible - que vendida a las masas europeas empobrecidas y analfabetas de hace ochenta años como el salvoconducto que les daría la entrada al paraíso y los salvarían al fin de la muerte, y que por contra estuvo a punto de hacer desaparecer la hermosa y brillante civilización occidental para siempre - aparezca ante mi en alguna de las versiones caricaturescas a las que ha cogido el hábito de entregarse la clase media de nuestros pecados plenamente alfabetizada y solventemente adinerada, reclamando ahora a través de los diferentes eventos en los que asiduamente participa y de los canales digitales a los que tienen acceso las deudas impagables de antaño. Esta, por decirlo así, aparición diaria, que adquiere diferentes enfoques, tonos y musicalidades según el lugar donde me encuentre, ha ido arrinconando en mi conciencia, sin hacer que desparezca del todo, un leve optimismo que aún conservo desde los años en que estuve estudiando en la universidad. Ese pequeño rescoldo hace que no tire la toalla y que no me entregue, yo también, a ese infierno apasionado de lo igual o lo que es lo mismo, a esa aversión a lo distinto, en que ha caído la clase media de nuestros pecados, y en el que, contra todas las previsiones ilustradas, se puede entrar y pertenecer con pleno derecho al margen de lo que uno sepa o tenga. El peligro, otra vez, es grande, sin duda, porque siempre lo hay cuando se vuelve a tratar de vender la pasión de lo imposible, tal vez la más homicida y cruel de las pasiones que puedan apoderarse del corazón humano. Pero no quiero decir que esto se ha acabado, ni mucho menos que estoy acabado. Los viajes por el continente europeo, incluso por donde todo saltó todo por los aires, tienen éste raro aliciente, que te permiten conducirte por los presentimientos no por las convicciones de los sentimientos feroces. Y Frankfurt de Meno en Alemania, como Estrasburgo en Francia, hoy representan y, a mi entender, se levantan sobre esa capacidad de presentir, que de forma invisible ponen freno al impulso de dejarnos llevar por los más fútiles y enconados sentimientos de antaño. Podría asegurar, por ejemplo, que la humildad o la compasión (entendida como verdadero reconocimiento del otro) antes que sentirlos en toda su plenitud y recabar los beneficios que comportan, presiento, en un momento u otro, que deberían irrumpir en nuestra vida. Y es así porque también presiento que eso no será fácil ni de una forma directa o literal, sino que, para entendernos y aunque parezca una paradoja, se tendrán que abrir paso a codazos. Pues no puedo dejar de olvidar que la pasión por lo imposible, como he dicho al principio, esta empeñada en los últimos años en apoderarse de todos los días y sus noches. Sin embargo, no atisbo en el presentir una manera oculta o disimulada de no tener sentimientos, o de reprimirlos ante los demás, lo que quiero decir, saliendo al paso de quienes ya me han afeado o arruinado esta forma de argumentar, es que no veo un gesto de involución, muy al contrario me parece el verdadero gesto de avance. Valga decir, también, de verdadero progreso, por utilizar la tan manoseada palabreja que tanto les gusta llevar como vitola a quienes me afean y arruinan lo que digo. La pasión imposible, como ya nos advirtió el austero Kant, es lo propio de los niños y de los adolescentes, y de los primeros años de la juventud. Lo propio de quienes creyendo encontrase en los comienzos y fundamentos del origen del mundo, están en franca y enfebrecida minoría de edad.
Mientras las parejas de recién casados en la sede del ayuntamiento de Frankfurt, se hacían las fotos pertinentes en la plaza según iban saliendo después de haber cumplido dentro con todos los protocolos y firmas al uso, cambiando de fondo y de protagonistas, de encuadre y tono en las sonrisas del rostro de quienes posaban, menos los novios que no perdían su obligada sonrisa, Duarte le dio un nuevo repaso a la guía de la ciudad. Sin previo aviso, ni siquiera un leve tirón del brazo como es habitual en su proverbial discreción, gritó de tal manera que algunas de las comitivas casamenteras se dieron la vuelta todos al unísono, ¡Goethe!, nos falta visitar la casa natal de Goethe en Frankfurt.