Para intentar comprender por qué Lady Bird me parece una hermosa película, vuelvo a echar mano del párrafo de Richard Ford en su libro “Flores en las grietas”, donde explica por qué a él le gusta Anton Chejov. Dice así: “Pese a su superficial sencillez y su aparente accesibilidad y claridad, los cuentos de Chejov - en particular los mejores - no son tan fáciles para un joven corriente. Al contrario, a mi Chejov me parece un escritor para adultos, cuya obra es útil y también bella porque orienta la atención a los sentimientos maduros, las complejas reacciones humanas y los pequeños problemas de elección moral en el seno de dilemas mayores, dominantes, cualquiera de cuyos elementos, en caso de que se presentaran en nuestra complicada e impulsiva vida social escaparían incluso a una observación sutil. El deseo de Chejov es complicar y poner a prueba nuestra visión de personajes que erróneamente creíamos capaces de comprender a simple vista. Además, casi siempre nos aborda con una gran dosis de seriedad centrada en algo que intenta hacer irreductible y accesible, y mediante esta concentración insiste en que nos tomemos la vida en serio.” Ahora que el párrafo milagroso ha barrido, una vez más, las roña de los perjuicios que con el paso de los días se acumula, como el aire contaminado en los pulmones, alrededor de mi alma, Lady Bird y un servidor estamos, por decirlo así, conectados en el ámbito del lenguaje propiamente cinematográfico, que es donde nos hemos citado. ¿Que ha hecho posible esa simpatía? Vaya por delante la elección de la actriz que encarna al personaje principal de Lady Bird. Solo me puedo tomar en serio mi vida de adulto con adolescentes como Lady Bird y con adultos como su padre y su madre, que junto con los dos hermanos adoptados forman lo que se dice un familia normal y corriente. Tomarse la vida en serio no es otra cosa que, como dice Martel, reconocer el orden de nuestro ser en el mundo al que pertenece que también es de los muertos, sobre todo de los muertos, y que el pensamiento moderno tan dado al postureo y los juegos de artificio, se empeña en hacernos creer que no existe. Pues todo empieza de nuevo con cada generación. Ay, El Adanismo. Pero una cosa es querer que el pasado no exista y otra muy distinta es que lo podamos hacer, una cosa es querer ser feliz y otra conseguirlo. Sin embargo, nada hace notar la existencia de ese orden oculto de la esencia de nuestro ser, con una extremosa y genuina violencia cargada de razones (en absoluta irracional), que los ritos de paso entre la adolescencia hacia la vida adulta. ¿Cuales son las pequeñas elecciones morales que la directora de la película elige en medio de los dilemas mayores y dominantes? Una, que el espectador conozca a Lady Bird en un colegio religioso, con su normas de contención y constricción, con sus diques para evitar el desbordamiento innecesario. Dos, que el espectador la conozca dentro de una familia cuyos padres se quieren a pesar de los años que llevan viviendo con Lady Bird. De lo que se trata es de poder conversar despacio con la protagonista momentos antes de cumplir 18 años. Lo cual no significa tener que hacerlo en el tiempo histórico tic tac, que es el tiempo visto desde la Muerte, ese en el que el adolescente adanista solo sabría decirme que soy un viejuno, que el mundo empezó el día que él nació, y tal y tal, según ordena el pensamiento o lo que sea actual, sino en el tiempo visto desde la vida que sucede siempre, la de Lady Bird con sus casi 18 y la mía con mis 66. Esta conversación, tan necesaria hoy como ausente del imaginario social, educativo y familiar, es posible gracias a la puesta en escena minimalista y chejoviana que elige la directora Greta Gerwig, mediante su proverbial manejo del montaje que está, sin duda, a servicio del cómo nos cuenta la historia. La cual no ahorra mostrar detalles de la sensibilidad actual, a saber, los dos hermanos adoptados de Lady Bird y el primer beso que le da a un chico del colegio del que se enamora fervientemente, pero que descubre que es gay, lo que le hace enfadarse igualmente de manera ferviente. La forma de acabar el relato no puede ser más elocuente respecto a lo que el espectador ha visto hasta ese momento. Dos escenas memorables en su sencillez. En la penúltima, la madre de Lady Bird, que se niega a bajarse del coche para despedirla en el aeropuerto de Sacramento camino de Nueva York, pues no le ha dicho que había elegido a la ciudad de los rascacielos, algo que la madre no quería, como destino de su nueva vida adulta, se arrepiente y vuelve al aeropuerto pero Lady Bird ya se ha ido, únicamente la recibe su marido que si la ha acompañado. Y en la última escena Lady Bird, recién llegada a Nueva York trata de hablar por teléfono infructuosamente con sus padres, que en ese momento no están disponibles, presentándose como Christine McPerson que es el nombre que me habéis dado, le dice textualmente. Esa no consumación de la despedida de la madre en el aeropuerto, ni de la conversación telefónica de la hija, son esas pequeñas decisiones morales en medio de dilemas mayores - Lady Bird se ha hecho mayor de edad con el nombre de Christine McPerson, y sus progenitores se han hecho, al distanciarse de su hija, por fin verdaderamente su madre y su padre - en las que la directora quiere que nos fijemos con suma atención, pues forman parte igualmente de la vida que sucede siempre, de la vida que siempre es vivida en su totalidad.