jueves, 1 de marzo de 2018

AUSBURGO

Mientras Duarte anotaba en su diario, cuando íbamos en tren camino de Ausburgo, que le había parecido inoportuno el enfado que había manifestado el señor que nos precedió en el pago de la factura del hotel de Nördlingen, con el que habíamos coincido también en el comedor a la hora del desayuno. No acabo de entender, escribió Duarte en su diario y que yo pude atisbar con el rabillo del ojo con su consentimiento,  como se puede ser así. Noté desolación en sus palabras, pero lo que me extrañó fue que no pudo evitar decirlas, es decir, que de alguna manera le habían afectado oírlas en un ambiente distendido como se supone que es la música y el tono de los días vacacionales. La causa del enfado, según me dijo, era una nimiedad, una equivocación a la hora de generar la factura del hotel, o algo así. Con la desaparición de los serenos de las noches de las ciudades, desapareció también ese tono y esa música que yo he evocado en anteriores escritos. Y lo que ha venido a sustituirlo, de forma paulatina pero implacable, es esa indignación de la que se hace eco Duarte en su diario, que bien mirada no tiene razones visibles que la expliquen. Aunque, lejos de echar mano de la psicología, a mi me parece que algo puede detectarse en lo que tiene de simbólico la caída de las murallas de la ciudad medieval y el surgimiento de las murallas del Yo moderno, cuyo ejemplo más notorio es ese tipo, que se cree con derecho a montarle un pollo a la recepcionista del hotel donde se había hospedado por un error en la factura que le ha emitido. ¿Es la vanidad lo que corroe a estos tipos?, preguntó Duarte. Cuando una ha decidido dejar su ciudad durante unos días, le gustaría pasear por las calles, o entrar en los lugares que no son los que habitualmente transita, y no tener que oír estos ladridos semejantes a la ciudad donde vivo, me di cuenta que escribió a continuación en su diario. No es la vanidad lo que los distingue de quienes, digamos, vivían como lo hacían quienes ocupaban las ciudades medievales amuralladas de entonces. Lo que no han conocido es a los serenos, le contesté a Duarte. Ahora ese tipo, que se indigna igual que por lo de la factura, y que seguro lo hace también porque el sol sale por el este, o porque la luz del día surge de la oscuridad de la noche cuando le gustaría que fuera al revés, tiene un sereno dentro y las murallas delante de las narices. No solo ha cambiado la topología de la ciudad al abrirse al mundo, derrumbando las antiguas murallas, sino que ello ha obligado a que los tipos abiertos al mundo que ahora la ocupan tengan un punto de vista estrábico de lo todo lo que les rodea. ¿Hace ello perfectamente natural no salir de casa, o recorrer las calles de siempre en la ciudad de siempre? Más que indignación veo la costra y la roña que ha crecido entre lo que tipos como los del hotel aparenten ser y lo que realmente son, me dice Duarte sin que inmediatamente trate de ponerlo por escrito. Como si esa vanidad fracasada, de repente, se le hubiera aparecido como epítome o imagen que representara cabalmente, con el paso de los años, la razón de seguir existiendo de aquella ruta romántica en la que nos encontrábamos y la de todas las rutas que hoy atraviesan el mundo que llaman civilizado. A mi me parece, le dije a Duarte, que la indignación del tipo del hotel, y la de  todos los tipos que la usan como marca de identidad en la actualidad, no solo se parece a un gruñido animal contra las amenazas de su exterior, sino también como una elemental llamada de auxilio humano. Se ahogan ahí dentro y no tienen otra manera de expresarlo. Por eso todos los barrios de las ciudades deberían tener un torreón de Daniel, desde donde cada noche nos recordaran cuando uno abandona su casa, una vez que se ha echado encima la obscuridad, para visitar a una amigo, bien por necesidad bien por mera razón de esparcimiento, lo que nuestra memoria amurallada ya no puede hacer.


Cuando llegamos a Ausburgo anochecía y lo primero que hice fue tratar de localizar el torreón de Daniel de la ciudad, y comprobar a que horas la voz del sereno advertía de su presencia y significación a quienes todavía anduviesen por la calle. Pero lo que nos encontramos fue la estación de ferrocarril en obras y los servicios metidos en unos barracones a las afueras de la estación. Ante el panorama dedicamos unos momentos para calcular nuestra orientación y nos dirigimos a la Koningplalz, donde estaba la oficina de información y turismo. Queríamos saber algo más sobre la reserva de la pensión que habíamos alquilado desde Nördlingen, pero no tenían lo que buscábamos, ni tampoco nos dieron referencia del sereno acusmático. Así que nos dirigimos hacia la pensión, pero no había nadie. Buscamos al lado, pero solo tenían hospedaje para una noche. Fue en internet, donde hicimos una nueva búsqueda. Al final, encontramos cama y ducha en la Jacobstrasse, en un conjunto de casas que se dice “Jacobs hof”. En la recepción un tipo especial, en el sentido de que no parece del gremio de los hoteleros, con un traje brillante que le queda grande, calvo, con gafas redondas que parecen unos quevedos y con una sonrisa suave, nos saluda y nos da las llaves. Al menos podremos dormir bajo techo, algo que ya empezaba a dudar que esa noche fuera posible.