La clase media de nuestros pecados no puede ser romántica, únicamente puede ser, si quiere seguir estando en el medio de los dos extremos, democrática. Convendría que entendiéramos que somos los herederos y albaceas de un mundo desencantado, precisamente, por los excesos y desvaríos históricos de los extremos hace ya casi ochenta años. Lo que quiero resaltar es que no pertenecemos a un mundo que recientemente haya estrenado su inocencia. Un mundo donde imaginamos nuestra vida en su seno, proyectada en el horizonte del destino que tuvieron personajes inventados y personas de carne y hueso que nos precedieron en su existencia. Ello quiere decir que no podemos tener una experiencia directa de la realidad, pues siempre nos acometem imágenes que vienen desde fuera y otras que son producidas por nuestra imaginación. Dicho de otra manera, aunque lo deseamos tanto como los dioses que anhelamos ser, no podemos poner a cero el cronómetro de la historia y sentirnos los primeros narradores de la creación del universo. No obstante, en lo que respecta al lado material o crematístico de nuestra vida algo hemos avanzado. La ciudad de Frankfurt de Meno (o Main) representa, a mi entender, ese lento avance por el carril desencantado de la democracia. Y dentro de ella, la catedral del Euro o sede del Banco Central Europeo, fue la primera visita que hicimos nada más llegar y descansar del ajetreo del viaje desde Ausburgo. Duarte me había propuesto días antes que la primera visita fuera a la casa natal de Goethe, una de las cimas de la cultura alemana y europea. La convencí, bueno lo más exacto será decir que se dejó convencer, pues se sentía poco dispuesta, digamos, a pelear por la prioridad de la visita a la casa del bardo alemán, dado que la elección del hotel que hizo la noche anterior nos había obligado a pedalear y andar bajo la lluvia durante más rato del que ella había previsto. Vamos que le daba lo mismo por donde empezáramos el recorrido por Frankfurt, ya que, además, era la segunda vez que visitábamos la ciudad a orillas del Meno, lo cual, como decía ayer, nos permitía acompasar mejor los relatos que cada uno pudiera haberse imaginado. Por lo que yo insistí en visitar primero la catedral del euro y acabar con la casa natal de Goethe, fue porque me parece que representan el capítulo último (que no es lo mismo que el último capítulo) y primero de una hipotética historia de Europa, y porque toda buena lectura de una historia no empieza siempre por el principio, sino en el medio (in media res), que es donde yo colocaría la creación última del Banco Central Europeo en relación a la larga y tortuosa historia del continente también europeo. Una de las cosas que lo diferencian de las otras entidades financieras de Frankfurt es que no forma parte del conclomerado de rascacielos que allí se conoce como Mainhattan, en alusión evidente a su hermano mayor que vive en la ciudad de Nueva York. La catedral del Euro vive aparte, bastante separada de aquel y, si no recuerdo mal, ocupa un lugar en la orilla opuesta del Meno a donde se encuentra Mainhattan. Y me parece un decisión acertada porque el euro es algo más que una moneda y el banco algo más que una entidad financiera. El euro del Banco Central Europeo forman en conjunto un signo y un símbolo. Por decirlo así, un espacio y un tiempo propiamente europeo. El primer espacio y tiempo continental que dan cobijo y representación a casi 500 millones de europeos y europeas. Teniendo en cuanta nuestra tradición genocida y guerracivilista, me parece el mayor éxito político, económico y social desde que se acabó la ominosa época de los grandes desastres de 1945. Según nos acercábamos pedaleando al magno edificio la lluvia volvió a hacer acto de presencia. No se que estaría pensando Duarte en ese momento, para mi significaba algo así como un acto de reconciliación o un pacto definitivo de no agresión con quien, durante mucho tiempo de mi vida, he tenido una relación de realimentación mutua entre el ansia que sentía por poseer el dinero y el rechazo que me producía esa posibilidad. Desde niño me habían informado que la pobreza en una desgracia pero al mismo tiempo era un honor. El mejor honor que le cabe a un desposeído, si va ligado, como la uña a la carne, a la honradez. El honor y la honradez de ser pobre fue una vitola que muchos de mis familiares más cercanos lucieron con orgullo durante buena parte de su vida. Sin embargo, a medida que se iban enriqueciendo mis padres solo se hicieron cargo de trasmitirnos a mi hermana y a mi la última parte del eslogan. Ser pobres y honrados no me pareció que fuera, con el paso de los años, tanto un honor como un amuleto victimista que siempre lanzaban contra quienes hacían hincapié en su bienestar creciente, (por supuesto, honestamente ganado) no siempre con mala fe, sino para reconocer el esfuerzo de mis padres por superarse y sacar a la familia adelante. Sea como fuere a ellos les venía bien ese punto medio que habían acabado ocupando, en parte por su denodado esfuerzo y en parte por esa nostalgia quejica, que a la larga fue la matriz de la clase media de nuestros pecados de hoy en día. Me había hecho a la idea, a medida que nos acercábamos al Banco Centra Europeo, que el edifico dada su importancia institucional tendría una parte que podría recibir la visita de los ciudadanos que lo deseáramos, durante la cual tendríamos la oportunidad de conocer con detalle los fundamentos y la historia de la moneda única europea. Nada fue como me lo imaginé. Ni había ese lugar visitable dentro del monumental edificio, una especie de tronco de pirámide ligeramente retorcido sobre el eje de su altura. Sencillamente me pidieron mi acreditación - monetaria intérprete yo - que justificara mi visita. Al no disponer de ella, me invitaron cortésmente a abandonar el edificio. Probablemente, pensé no sin ironía, es que los signos y los símbolos de los tiempos que vivimos en Europa, a diferencia de otras épocas más extremosas y beligerantes, busquen la discreción como mejor manera de hacerse realmente significativos en las vidas de los ciudadanos europeos.