lunes, 19 de marzo de 2018

LA IGLESIA DE SAN PABLO

Ahora todo tiende al descrédito, la frustración, el resentimiento y el odio, como corresponde a una sociedad cada vez más agonista, cuyas dinámicas de atención siguen el ritmo sincopado de las redes sociales. Sin embargo, hubo un tiempo no muy lejano en el que también fue determinante el nivel de desarrollo que habían adquirido las comunicaciones (telégrafo, ferrocarril) en el contexto de la primera revolución industrial, cuando, al contrario que hoy, todo estaba contagiado por la ilusión de acabar definitivamente con los privilegios de la restauración del antiguo régimen absolutista, posterior a la Revolución Francesa, e instaurar los derechos propiamente democráticos que aquella inspiraron. De igual manera que en la actualidad Frankfurt de Meno es la capital del nuevo orden financiero y económico europeo, en la revolución de 1848 también tuvo el privilegio y honor de ser la sede del primer parlamento alemán que aprobó una constitución en la que se vislumbraba la unión de todos los reinos y principados alemanes de estirpe feudal, con la intención explícita de formar el estado moderno Alemán tal y como hoy lo conocemos. La iniciativa no prosperó en esos años, pero si quedó fijado como símbolo del parlamentarismo moderno, tanto alemán como europeo, el lugar donde todo ese colosal empeño se intentó llevar a cabo: la iglesia de San Pablo. Esta iglesia protestante se empezó a construir con forma oval en 1789 y se terminó en 1833. Su forma centralizada y de cúpula hizo que fuera elegida como el lugar de encuentro del Parlamento de Fráncfort, con los propósitos que he dicho anteriormente. En la Segunda Guerra Mundial, la iglesia fue destruida casi en su totalidad junto con muchos edificios del distrito de Innenstadt. Como un tributo a su simbolismo con el comienzo de la libertad en Alemania, fue el primer edificio de Fráncfort del Meno en ser reconstruido después de la guerra mundial y reinaugurado en el centenario del Parlamento de Fráncfort, en 1948. Debido a las restricciones con los costos, el interior fue alterado de forma drástica. Con esta nueva configuración no siguió usándose más como una iglesia, sino que sirvió como un centro para exposiciones y eventos. El acontecimiento más conocido que tiene lugar en este edificio es el Premio de La Paz del Comercio Alemán durante la Feria del Libro de Frankfurt. 


¿Que podía hacer en un momento como éste, en el que Duarte acaba de leerme lo que la guía, que nos habían dado en la oficina de información y turismo, decía del edificio que tenía delante? De momento, y de manera más urgente, tratar de ponernos a salvo de la lluvia que volvía a arreciar, puesto que la protección del gran paraguas bajo el que nos encontrábamos era ya insuficiente. Entrar dentro del recinto de la Iglesia de San Pablo parecía lo más lógico, parecía, digamos, el acto contiguo y consecuente del de leer la guía turística, más aún si tenemos en cuenta que yo le había pedido a Duarte que hiciera la lectura delante de la Iglesia, para poder ver al mismo tiempo la arquitectura del edificio. Meteorológicamente hablando, no hacerlo era además una sandez enorme de gigante, que Duarte con mucha delicadeza me advirtió nada más acabar la lectura de la guía como le había pedido. Yo, a cambio, solo podía agradecérselo aguantando el paraguas y tratar que ni ella ni la guía fueran alcanzadas por las gotas de agua, que cada vez de forma más violenta caían sobre nosotros. Tener animadversión a algo, ya me ha pasado en varias ocasiones, me deja paralizado. Yo tengo verdadera repulsión a los cuentos que nos cuentan desde la atalaya de la Historia. Ya no incomprensible, pues he renunciado a seguir empeñado en tal esfuerzo, sino que me parece sencillamente repugnante que caigamos una y otra vez bajo el palio de su influencia. Y me produce animadversión porque sabemos lo que hacemos, aunque nos guste jugar al juego de esos jóvenes mimados y consentidos que saben perfectamente que la culpa es suya, que no deberían haber jugado a ese juego a ningún precio, pero que luego nos harán creer que, cuando todo haya sido incontroladamente transformado, ellos habrán olvidado su culpa y seguirán comportándose como antes lo hacían en el escenario antiguo. Una de las concomitancias que tiene la época en que vivimos, y que nosotros mismos representábamos con acierto mirando la iglesia de San Pablo bajo la lluvia, y lo que allí sucedió hace ya ciento setenta años es que los avances tecnológicos forman parte decisiva, hoy como ayer, de los Acelerones Históricos a los que tanto los de ayer como los de hoy nos sometimos voluntariamente. En que medida las consecuencias de aquellos polvos levantados de forma estrepitosa con la ayuda del ferrocarril y el telégrafo tienen que ver con estos lodos de la época digital después de innumerables catástrofes y éxitos hemos llegado, en la que cualquier innovación tecnológica es vendida por la empresa en cuestión como el destino inexorable al que se dirige, que no es el sector económico que representa, sino la humanidad toda, es algo de lo que nadie quiere hacerse cargo. Es como si, de repente, la contigüidad y la consecuencia entre los diferentes hechos históricos, coordenadas de las que siempre se han vanagloriado los defensores del historicismo como motor excluyente del mundo, no sirviera ahora para explicar la deriva en que nos encontramos. Esta animadversión solo se ve compensada por un resurgir en mi de una serie de virtudes anticuadas, que yo expresamente no llegué a practicar en mis años anteriores, pero que mi madre no dejó de recomendarme como manera más fiable de andar por el mundo. Cabe destacar la que es matriz de todas las demás, a saber, seguir el camino que el azar y el destino nos han marcado. Únicamente añadir por mi parte, el derecho irrenunciable, dentro de ese camino, a luchar contra lo que es más fuerte que uno mismo. No es una contradicción, sino la única garantía que tenemos de que el camino que recorramos tenga que ver verdaderamente con lo que encontremos y que el destino sea la consecuencia de la derrota digna en esa lucha tan impar como desigual, no el resultado de haber sido vencidos sin haber luchado.