El dinero antes que saciar nuestra codicia nos libera de la extremosidad de nuestra crueldad. Tampoco la elimina, sencillamente la hace más llevadera a quienes tenemos al lado. Jacobo Fugger en esto también fue pionero. Wikipedia dice : En 1498 se casó con Sibylle Artzt, hija de un distinguido patricio de Augsburgo. Tras las nupcias la familia recibió un largamente esperado lugar en el consejo de Augsburgo, que hasta entonces se les había denegado, pues los Fugger sólo llevaban tres generaciones en la ciudad. Cuatro años después de la boda, Jakob Fugger le compró a su joven esposa las joyas del tesoro de Borgoña por la enorme cantidad de 40.000 florines. No se sabe si Sibylle fue feliz. Lo que es seguro es que Jakob pasó mucho tiempo en su Kontor y en viajes de negocios y por lo tanto pasó poco tiempo con ella, lo que trató de compensar mediante caros y sofisticados regalos. Sybille no tuvo hijos con él, y siete semanas después de la muerte de Jakob se casó con Konrad Rehlinger. Queda claro la vigencia de la conducta de los ricos y la fuente de ejemplaridad que igualmente se mantiene para los que no lo son nada, como en el siglo XVI, o no lo son tanto, como ocurre en el siglo XXI. Por eso la mejor manera de acercarme a un rico actual, que siempre me produce sonrojo y bastante incomodidad será por ello que no lo he hecho nunca, es hacerlo a través del fundador de ese apelativo, el Rico. El saber que se lo habían puesto sus convecinos de Ausburgo, los mismos que no tenían nada, también me ayuda a aproximarme con menos precaución a la extraña complicidad entre la codicia como motor fundamental de la humanidad, que ningún sistema educativo podrá eliminar nunca, y la caridad (valga también decir solidaridad, pues en estos asuntos, como en todos los demás, la visión secular de la vida sigue los pasos de su pariente más cercano, la visión religiosa, que es de donde procede) como freno precario de aquel motor que tiende al desenfreno. Digo esto porque hoy es absolutamente imposible hablar de los ricos con quienes forman la clase media de nuestros pecados, ya que lo impide la penuria espiritual que, como una hidra, les ha crecido a muchos de sus más instalados socios, al mismo tiempo que ha desaparecido de su horizonte la falta de penuria material. Caballero andante don Dinero, cuando estás callado eres un misterio, pero en cuanto te pones a hablar y a discurrir de mano en mano eres un horror, sería la frase que mejor define el ayer y el hoy de esta dualidad perenne e irreconciliable entre ricos y pobres y, por contagio, entre todas las que han ido apareciendo bajo el palio de su influencia con el paso de los tiempos, una dualidad monetaria que ha hecho correr ríos de tinta y de sangre a partes iguales. Y es que poner bajo la intensa luz del día lo que es propio de la naturaleza oscura de la noche, hace que se produzcan efectos colaterales no deseados. Jacobo Fugger no es igual que cualquier banquero de cuyo nombre, vida y andanzas hoy lo ignoramos todo, es, más bien, el modelo de todos los banqueros que ahora existen: prestar o sobornar con dinero a todo lo que se mueve. Lo que ocurría en su época era que solo se movían los que tenían todo el poder, a saber, el Vaticano y el Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Los que estaban quietos, sin nombre y sin dinero, únicamente lo bautizaron para los siglos de los siglos: el Rico. Si escuchas con atención la locución anterior tiene una música parecida a la de la mafia actual, pero tu y yo sabemos que no lo es. Cualquier intento de equiparar a Jacobo Fugger con un banquero contemporáneo, comete, a mi entender, el mismo desliz de apreciación que el que condena a Thomas Jefferson, redactor de la constitución norteamericana y de la declaración de independencia, porque tenia esclavos negros en su hacienda. Jacobo Fugger, como Jefferson y como todos los que con su hacer o pensar dan un giro al proceder de la actividad y del pensamiento humano, no pueden ser vistos como parte de lo que luego ese giro ha dado de si, para bien o para mal. La sensación que tuve paseando por la calle Maximiliano, donde se encuentra su palacio residencial, así como visitando su gran obra benéfica, la Fuggerei, fue la de que Jacobo Fugger fue un hombre eminente, si es que acepto como eminente, a pesar de todos sus defectos, el tipo de vida que yo llevo y que no quiero dejar de llevar. Me refiero al estilo de vida europeo, al que él le imprimió un giro y un carácter bajo cuya influencia aún hoy vivimos. Sin embargo, la penuria espiritual que padecemos y a la que me refería antes, no tiene que ver con el dinero sino con su pésima digestión una vez que lo tenemos. Y es que el dinero en manos de los pobres no es para hacernos ricos, sino para aupar nuestra dignidad, siempre oculta y maltrecha detrás del malestar de la escasez y la pobreza. Esto es algo que la clase media de nuestros pecados le cuesta entender y, pienso, que no entenderá nunca. Es que somos como nuestra codicia, que ha seguido el camino contrario a nuestra dignidad. Basta para comprobarlo que uno salga una noche a cenar con unos amigos, por mucho que me haya prometido no volver a hacerlo pues secretamente cada día que pasa me avergüenzo más y más de ellos, aunque nunca se lo haré saber de forma explosiva ni tan siquiera atenuada, prefiero explotar yo conmigo mismo, el caso es que, más pronto que tarde, alrededor de la mesa queda fijado el reparto de lo que se ha decir y lo que no, que normalmente viene determinado por la actualidad social o política, no por como en qué medida a cada cual le afecta eso o sus derivados. Ellos darán pábulo a las palabras de sus máscaras y las ajenas, porque en la conversación entre máscaras todo vale y todo vale lo mismo. Yo me tendré que callar las palabras que ocultan la falsedad de esas máscaras, ya sean las propias como las ajenas. Es un convenio injusto, que no tenía que haberse firmado tácitamente después de la democratización del dinero. No otra cosa es la falta de dignidad a que me vengo refiriendo. En la época de Jacobo Fugger, el Rico, había penuria material, pero de los asuntos espirituales estaban bien abastecidos, aunque nosotros, hundidos en una penuria espiritual como nunca antes en la historia de la humanidad, nos sigamos atreviendo a leerlo como el opio del pueblo.