domingo, 15 de agosto de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 2


POTSDAM

Rueda por ahí una frase de esas que han hecho fortuna rodando, entre esas bocas y esos oidos tan proclives al refraneo, que viene a decir que un viaje debe suponer una transformación en el viajero sino no hay tal viaje. O en plan Odiseo, que lo importante en el viaje es el camino no llegar a la meta, y tal. Otra cosa es que se llegue a saber en que consiste esa transformación y por qué. Lo mas corriente es que no se llegue a saber nunca. A lo más que se llega es a constatar la metamorfosis igual que se constata que a quien quisimos perdidamente, y sigue a nuestro lado, ya nada más nos inspira melancolía, o que la ciudad donde vivimos ha dejado de seducirnos, o que hay una plaza que no deja de atraernos renovadamente aunque no dejemos de pasar cada día por ella. Pasa lo mismo que cuando se lee un libro o se mira una peli, detrás del consabido me ha gustado y algún adorno de aliño técnico ha habido algún tipo de transformación en el lector o el espectador que se resiste a manifestarse en el espacio público. Sea porque no lo encuentra a mano, sea por pereza del sujeto en cuestión, vaya a usted a saber. En fin, valga todo lo anterior para tirar a dar contra el tópico que dice que quienes se mueven por el mundo se dividen en dos: los turistas y los viajeros. En el dinámica social permanente de hoy o todos turistas o todos viajeros. Perdone la pedanteria sociológica, pero es que yo estudié de eso. Yo lo dejaría en gente que va y viene. En gente que se encuentra con gente. En gente que habla con gente. En gente que va y viene, se encuentra con gente, y, aun así, es gente que habla sola. Cada vez mas frecuente. Ya sea camino de la farmacia del barrio, o con destino a Melbourne.

Mire, yo quería entrar en Berlín, desde la ciudad de Postdam, porque deseaba sentir algo de la gloria de uno de los baluartes más importantes de la monarquía prusiana. Que si soy monárquico, no. Que si soy militarista, otra vez no. Unicamente quería comprobar hasta donde la ciudad me dejaba ver aquel tiempo de grandeza. Como ya dije en el anterior post, viajar en el tiempo, levantando la cortina especulativa del espacio que ha caido sobre él, debe tener semejantes requisitos previos. Me explico. Cuando digo espacio estoy hablando del presente de lo que veo, de los fenómenos que lo habitan. Cuando digo tiempo me refiero a lo mítico, a lo que es capaz de hacer nuestra imaginación con los datos de aquel tiempo histórico dentro del cual es imposible vivir, porque ya pasó o porque todavía no ha llegado. Se lo diré sin demora, uno de mis mitos preferidos es el misterioso caso alemán, o como desde las más altas cimas de la cultura se puede llegar a las mas bajas simas de la barbarie. Desde que leí cuando era adolescente “las coplas a la muerte de mi padre” de Jorge Manrique, lo militar y lo cultural no dejan de acentuar en mi esa disposición a mirarlos con máxima atención a la espera de que surgan vínculos inimaginables. Le digo más, no alcanzo a entender como puede existir el uno sin el otro, y viceversa. Le estoy hablando el poder de seducción que siempre han tenido entre sí el poder político-militar y los intelectuales. Lo militar y lo cultural que acompaña a la historia alemana esta teñida de un misterio impenetrable, por lo incomprensible de su desenlace final. Y eso, bajo la influencia del sofistacado racionalismo científico-técnico que determina la época en que vivimos, y por lo que nos atañe de cerca, debería hacernos abandonar el manto protector de la indiferencia con que nos hemos cubierto. No digo que lo uno sea consecuencia de lo otro, digo que la politica militarista y la cultura alemana tuvieron vidas paralelas y con muchos complicidades manifiestas a lo largo de su dilatado recorrido. Pero deducir de ahí que Goethe es el antecedente de Hitler, no seré yo quien lo defienda. Pero si digo que el Holocausto es un hecho probado y también que quienes ayudaron a perpetrarlo no eran precisamente analfabetos.

Dentro de este imaginario, Potsdam es una parada obligatoria, y dentro de la ciudad una pieza por encima de las otras tiene, igualmente, una visita ineludible: el Palacio de Sanssouci (sin preocupaciónes), mandado construir como residencia veraniega y de descanso por Federico El Grande, el primer eslabón, la primera marca de este recorrido hasta Berlín a través del misterioso caso alemán. Señor de la guerra y de las artes a partes iguales, recibió en los salones de este fastuoso palacio, decorado al mas puro estilo rococó, a tipos como Voltaire y otros eminentes ilustrados franceses y europeos de la época.

¿Existe una alianza entre la cultura y el mal? Federico El Grande es un personaje bien visto, al que no ha alcanzado ninguna de las demonizaciones posteriores que han caido sobre la historia alemana. Pasear por su palacio de recreo confirma esa imagen. No hay nada que te ponga en su contra. El lujazo que allí se respira satisface la veneración semireligiosa por la pompa y la grandeza que todo ser humano tiene. Incluso conmueve estar cerca del sillon donde el hombre entregó su último suspiro. El espectro de Voltaire, explicando al monarca que los males de la intolerancia con mas ilustración se quitan, no desentona con tanto orazo, cristal y mármol. ¿Cómo sospechar de alguien que tomaba el te con uno de los ciudadanos franceses más respetados y que además eliminó la tortura de su legislación? En Sanssouci no hay rastro de ese afan guerrero, que convirtió a Prusia en una de las potencias mlitares de la Europa del siglo XVIII y sentó las bases de los futuros reichs alemanes.