jueves, 19 de agosto de 2010

CRÓNICAS BERLINESAS 3



WANNSEE Y HEINRICH VON KLEIST

Sobre los secretos que guarda una ciudad y sobre la velocidad que el viajero debe llevar para poder descubrirlos con más detalle se ha escrito lo suyo. También sobre si la rapidez que tira de la modernidad esta dejando a las grandes ciudades sin lugares de encuentro, porque no hay ciudadanos o paseantes que quieran encontrarse, dada la prisa que llevan. Fast food, todo es fast food, y tal. Esto que puede ser un punto de partida preventivo antes de visitar cualquier otra gran ciudad no me servía, ni me sirve ahora, con el centro neurálgico de eso que he llamado el misterioso caso alemán, y que no es otro que la ciudad de Berlín. Para liarlo aún más su alcalde, que creo es un pintón de primera fila, ha declarado que Berlin es la ciudad alemana más pobre pero también la más sexy.

Poco a poco, al tran tran que marcaban los golpes cadenciosos de los pedales, fui dejando a mis espaldas la ciudad de la gloria prusiana y empezaron a aparecer por delante los primeros carteles indicadores de que estaba entrando en el barrio de Wannsee, el del sur berlinés, que como ya le dije es donde los acaudalados berlineses, de ayer y de hoy, disponían y disponen de su segunda residencia para pasar el fin de semana, navegando por el enorme lago que da nombre al barrio, oyendo música, o dialogando como solo lo deben hacer quienes se saben herederos de una tradición, que como ninguna otra ha hecho de la alta cultura su emblema y divisa para presentarse al mundo. Como verá, no me separaba ni un ápice de la estela del dinero y del arte, y de sus complicidades, aparentemente limpias de toda sospecha. Pero la posible relación entre la grandeza artística alemana y su iniquidad moral, que continua siendo un tabú en nuestros días, igualmente me acompañaba.

Así, de repente, bueno de repente no pues sabía que estaba dentro del itinerario, el cartel indicador hacia la tumba de Heinrich von Kleist, uno de los poetas del romanticismo oscuro aleman, indicaba que me quedaban 200 metros. Se suicidó en 1811, en el mismo lugar donde esta enterrado, después de matar a su novia, una enferma terminal de cáncer. La tumba está colocada en la ladera de un pequeña elevación del terreno que desciende suavemente hacia el lago, junto a la pensión hotel donde al parecer se despidió del mundo cruel que no le admitía. Que no le admitía, o que el poeta no lograba abarcarlo, poseerlo, meterlo en su cabeza. Sin embargo, está ahí como un objeto más del paisaje del barrio residencial al que pertenece. ¿O es al revés? Puesto que primero fueron el suicidio y la tumba, el barrio fue quien lo rodeó después. Me costaba creer que aquella tumba y aquella pensión fueran una simple ornamentación, como el banco del paseo de al lado, o como la papelera que ocupaba un ricón casi invisible del recinto funerario. Fuera del cementerio habitual donde suelen estar este tipo de monumentos, en medio de un ambiente de vida lujoso, la modesta lápida de Kleist que recordaba el violento final de su trágica existencia, adquirió un raro protagonismo que parecía venir de la imaginación de lo que la rodeaba, yo incluido. Se había quitado la vida porque para él era menos importante que lo que creía, que era ser más grande que la propia vida. Eso no pude pasar desapercibido, por mucho que el alto bienestar que se respira en al barrio denuncie que sus habitantes solo les interese mirar hacia su ombligo.

Pudiera parecer que el romanticismo apunta solo a la luz en la búsqueda constante y sin desmayo de lo absoluto. Pero desde que conocí algunas de las obras y la vida de Kleist, según el excelente relato de Stefan Zweig, me convencí de que el verdadero romanticismo habita en las sombras y que su tendencia vital se orienta enconadamente hacia el abismo del corazón humano. Dice Zweig en su relato: «Llamaré demoníaca a esa inquietud innata (...) que arrastra hacia lo infinito, hacia lo elemental. (...) El demonio es ese fermento atormentador que empuja al ser hacia todo lo peligroso, hacia el exceso, al éxtasis, a la renunciación y hasta a la anulación de sí mismo.»

Kleist fue de los pocos que tradujo a la acción las ideas que inspiraban a los románticos. Al abandonar su tumba, rotulada con uno de los epitafios mas bellos y estremecedores que he leido, y que dice para siempre: “Ahora, ¡oh inmortalidad!, eres toda mía”, retomé el carril-bici que me llevaba al centro de Berlín. Pero, ¿dejaba de verdad al demonio enterrado a mis espaldas? Pronto descubriría que no.

Eric Rohmer se atrevió con el demonio de Kleist llevando al cine, con el mismo título, su relato corto títulado "La marquesa de O". Le recomiendo que le eche un vistazo a las dos piezas. Degustará la textura y medirá el alcance de hasta donde pueden llegar nuestros desvarios.