Esto de salirse de los carriles artísticos o creativos a que estamos acostumbrados desde el clasicismo antiguo (griego y romano), o mejor dicho, por influencia de la visión renacentista del mundo clásico, que es como nosotros lo hemos heredado, tiene la audacia de obligarnos a volver a encontrar el carril o el camino, pero al mismo tiempo nos somete, mientras estamos metidos en ese búsqueda, a una revisión de lo que antes de que aparecieran las vanguardias, con su voluntad explícita de dislocarlo todo, dábamos por descontado, a saber, la normalidad donde vivíamos y la anormalidad de quienes nos amenazaban estaban separadas por una grieta intocable. La misma que separaba a los que se decían cuerdos y los que estos diagnosticaban como locos, entre los que había una sub especie que Serrat ha definido como nadie: los locos bajitos. Como puedes deducir me estoy refiriendo a los niños y niñas, o si quieres al mundo llamado de la infancia. Es por eso que que lo de los hermanos Grimm me dejó turulato, y eso fue lo más sorprendente, ya que me sacó del carril de la vanguardia en el que más o menos estaba instalado y me invitó a volver, al menos esa fue mi primera impresión, al carril, digamos, de la tradición. Lo que quiero decir es que así de sopetón, en medio de un jardín de Kassel, aparezca la reproducción de la casa de los Hermanos Grimm, es como para volverse loco. Al menos, has de coincidir conmigo, que algún tipo de enajenación mental transitoria se apoderó del ambiente, o del corredor como lo define John Berger, que se crea entre toda obra pretendidamente de arte y el espectador que la contempla. ¿Los organizadores de Documenta 14 se han vuelto locos y me están tomado el pelo? ¿O es a un servidor, dejando al margen de esto a Duarte, al que se le ha ido la pinza? ¿O es que, en este paisaje hipermediático e hiperconectado, como dice Martel, “necesitamos la fe (o una nueva fe o una fe renovada, digo yo) para recuperar nuestra capacidad de sentir, de transmitir y de inspirar afecto con la misma apasionada intensidad que nuestros antepasado; la fuerza de cuyos sentimientos nos impactan todavía en el arte y en los registros que conservamos de ellos. La muerte de los afectos es la auténtica catástrofe de nuestra época espectral, nuestra Hiroshima espiritual.” Esa defunción afectiva - de la que no somos conscientes pues nuestra personalidad zambullida en lo espectral que se deriva de lo digital nos lo impide, como decía en el anterior escrito - nos plantea la interrogante de donde obtendrán respuesta los enigmas de nuestra existencia, es decir, quien se encargará de nosotros si nosotros hemos dado sobradas pruebas de nuestra incapacidad de carácter para hacerlo de forma humanizada, o, lo que es aún peor, si estamos ya tan afectivamente muertos que ni siquiera podemos hacernos aquella ultima pregunta.
Los hermanos Grimm, como buenos románticos de primera generación, escribieron sus cuentos de hadas pensando en el mundo de los adultos. Como miembros de esta primera generación de románticos, la de 1800, no pretendían revolucionar el mundo material burgués, sino ampliar su horizonte espiritual más allá de los rigores que imponía quien por aquel entonces se encargaba de estos menesteres del alma, a saber, las diferentes Iglesias. El que sus cuentos e historias hayan llegado hasta nosotros como cuentos e historias destinadas únicamente al mundo de la infancia o que sean utilizadas en la industria de la moda y la publicidad o en determinadas obras de teatro o cine, denuncia a las claras que la batalla la ganaron aquellas instituciones supuestamente sagradas. Lo que queda por dilucidar es quien las habita después de los desastres de 1945. Ya que, como dice Rafael Argullol, una de las añagazas mejor elaboradas por el diablo es hacernos creer que no existe, lo que a todas luces ha conseguido de manera exitosa. Bajo la luz de esta reflexión se ocurrió imaginar que las intenciones de los organizadores de Documenta 14, al reinventar la casa de los hermanos Grimm en Kassel mientras ejercieron de profesores de su universidad, tuviera que ver con intentar alojar la auténtica sensibilidad adulta de sus cuentos en la nuestra actual, justo en el momento en que se encuentra afectada por la mayor regresión infantil nunca antes conocida en la historia de la humanidad. O lo que es lo mismo, tratar de crear ese corredor al que aludía antes que deje constancia de que todavía estamos a tiempo de no morir el día que nos toque, ya no como el general Custer con las botas puestas, sino de hacerlo sin ningún afecto que poder transmitir al otro que no sea el que ordenen las teclas de turno. Eso huele a distopía, me dijo Duarte. Las palabras de Duarte me llevaron, durante el resto del día, a las que le había leído a José Luis Pardo sobre la falta de oficio en el acto creativo o crear de la nada. Dicen así, “Lo que la obra de arte invoca no es un juicio, e decir, la sanción de su caso particular de acuerdo con el Libro de la Ley (el código), sino el Juicio (la facultad de juzgar); lo que necesita no es un criterio, sino la capacidad humana de formarse un criterio (y si alguien piensa que la humanidad ha perdido la capacidad de formarse un criterio acerca de lo que le pasa, es decir, que hemos perdido el Juicio, entonces el problema del arte es insignificante en comparación con nuestra condena a permanecer de por vida en una casa de locos.”
Aunque fuera provisionalmente, las palabras de Pardo y la reinvención de la casa de los hermanos Grimm lograron devolverme al carril de Documenta 14. A ello colaboró de forma decisiva el recuerdo de los cuentos que ellos escribieron hace ya más ciento cincuenta años. Algunos de los cuales, el gato con botas de manera obsesiva, le pedía a mi madre cuando era un niño que me lo contara todas las noches antes de darme el último beso del día y antes de que abrazara el sueño.