viernes, 3 de noviembre de 2017

CEGUERA Y LUCIDEZ

Recuerdo que alguien me dijo un día, con total falta de humildad, que el arte tradicional está bien para aprender a destruirlo en beneficio del nuevo arte o arte contemporáneo. Esta es una de las muchas frases basura o tóxicas con que uno convive todos lo días. A cambio, es raro que alguien se te acerque comprometido apasionadamente con una pregunta que compartir sobre las dudas que le generan el misterio del mundo. Es el eterno enfrentamiento entre yo sé de que va esto o yo solo sé que no sé nada. Lo que quiero resaltar, con este puñado de trazos, son las precarias condiciones mentales con las que la Peña se acerca hoy a cualquiera de los llamados eventos con que llena su agenda la cultura del espectáculo. Por una lado la llamada del rebaño, hay que ir al evento caiga quien caiga, y por otro la convicción de que no valdrá para nada o será una pérdida de tiempo. Es la lucidez que nos ha proporcionado la leve influencia que la ilustración tiene sobre todos nosotros, los modernos. En esas estamos, y dudo mucho que la cosa de para más por ese camino. Pues ese tipo de esquizofrenia (ceguera y lucidez a partes más desigualdades que el reparto de la riqueza material en la que solo nos fijamos) que se ha apoderado no solo del arte, sino de la política, la ciencia y la religión, esas tres patas en se aguanta el mundo occidental, es una enfermedad genuina de los tiempos que corren no diagnosticada como tal, sino como el relato inmejorable con el que mayoría de las personas se presentan o salen hoy al mundo. Un relato que es una mezcla de técnica, incluso virtuosamente aprendida desde que se inventaron las actividades extra escolares o extra laborales, y la fiel adscripción a un sistema que funciona como una plantilla y sirve como una pastilla, que junto con el móvil se lleva siempre en el bolsillo. Como algunos suicidas llevan su cápsula de cianuro. Rara vez, por no decir ninguna, salir al mundo significa salir al Mercado Global del Sentido en el que se intenta comprar algo que no es una mercancía.

La anécdota en cuestión, de la que forman parte las palabras con que he iniciado este escrito, tuvo lugar en la conversación que mantuve con una madre, experta que se cree ella en arte contemporáneo, a cuenta de que a su hija de 17 años le entusiasmaba la pintura de Ingress. Vaya por dios. ¿Cómo es posible, me pregunté, cuando nos despedimos, que una madre tenga la osadía de tratar de educar a su hija bajo los auspicios de semejante destrucción? ¿No es esa madre, siguiendo su propio razonamiento, un vejestorio ante los ojos de su hija que merece desaparecer cuanto antes mejor? ¿O es que en esto de destruir también hay clases o clanes o castas, y, como no, dialectos de clase o de clan o de casta, que son los que nombran o señalan lo que no debe ser considerado arte y merece por tanto desaparecer? Este adanismo creativo, que es primo hermano del adanismo social y político e inspira gran parte del artisteo actual, y que tiene su origen en las vanguardias de principio del siglo XX, es a mi entender colaborador necesario, como dijo Werner Heisenberg de esas primeras vanguardias que menciono respecto a lo que ocurrió en la primera mitad del siglo XX, de la deriva que tiene el mundo en las primeras décadas del siglo XXI. El arte no progresa es siempre, dijo en cierta ocasión Salustio.

El caso es que la anécdota trajo a mi mente el dilema entre destrucción y construcción artística que no deja de acompañarme, y que viene a cuento de las peripecias de los decimonónicos hermanos Grimm en la Documenta de 2017. También de lo que nos esperaba a la salida de su casa reconstruida para adentrarnos en el parque de Karlsauer, la más importante mancha verde de Kassel, donde también tenían su razón de ser, entre lo tradicional de la naturaleza y lo nuevo, las obras de La Gran Muestra quinquenal. Un dilema que no es solo mental o espiritual, sino que también atañe a la manera de ubicarse uno físicamente en un mundo que vive obsesionado con reflejarse a sí mismo, por decirlo así, al estilo de la madrastra de Cenicienta, como ya sabes uno de los cuentos para adultos de los hermanos Grimm, que hoy se lee o se ve en el cine o la televisión como un divertimento para niños. Son estas aparentes e inocuas trampas que hemos heredado de nuestros severos antepasados las que desvelan también la verdadera dimensión de nuestra maldad, mejor dicho, de la banalidad de nuestra maldad que ya he mencionado en otros escritos y a la que no es ajena la acción creativa o artística. Y que, como no podía ser de otra manera, también forma parte de nuestra fatal herencia, que se ha convertido ya en la sustancia de nuestra confusa y asustada existencia. 


Nada mejor para sobreponerme a ello, pensé en voz baja, quiero decir sin decírselo a Duarte, que seguir la huella que deja la lectura del libro de Vila-Matas, “Kassel no invita a la lógica”, que vuelvo a mencionar, pues la repetición y recordatorio, junto con la asociación y sincronicidad, ahora ya lo voy entendiendo, son la mejor manera de caminar sin perderse entre los dilemas que los senderos tradicionales y nuevos de Documenta me ofrecían de manera continua e incansable.