Una de las características de la clase media occidental, que de forma subrepticia exploro en sus restos románticos que voy colando en esta crónica, es que sus miembros tienen una doble cabeza, lo que los convierte en monstruos. Por un lado están medularmente insatisfechos y, por otro, en la búsqueda paranoica de su satisfacción, una de cuyos aspectos más notables es estar moviéndose de manera incansable a lo largo y ancho del planeta, se aburren como las ostras. Viajar hoy tiene, por tanto, un horizonte inequívoco de decepción, al estar ocupado durante todo el calendario anual por este tipo de excursionistas bifrontes. Y es que al viaje de hoy, como epítome de la vida que es, le falta épica y le sobran expectativas. Los de la clase media occidental tienen esa proverbial habilidad para meterse ellos solos en estos callejones sin salida. Cuando se dan cuenta de ello, en lugar de reflexionar se indignan, equiparando lo primero a lo segundo, o lo que es más difícil a lo que no requiere ningún esfuerzo. Ahí viven empantanados, en medio del marasmo de la crisis, sin darse cuenta que ésta tiene sus mismos nombres y ADN. Cuando escuché a la recepcionista del hotel de Tauberbischofheim quejarse de su mala suerte por tener que estar donde estaba, contrapublicitando sin escrúpulos la imagen del pueblo donde habíamos decidido pasar la noche, como el pueblo más aburrido del mundo, me asaltó una punzada en dirección contraria a la que aquella manifestaba: la aburrida era la recepcionista. Y aquí radica el fondo romántico que conserva la clase media, aunque invertido respecto a sus mayores de 1800: llenos de Dios y de épica, aunque escasos en sus expectativas materiales y geográficas. Como vimos a la mañana siguiente Tauberbischofheim era un pueblo que permitía acotar las expectativas del transeúnte sin demasiada dificultad. O mejor dicho, volver a recuperar el orden de prioridades que tenían los románticos primeros, que leían con frecuencia a los griegos antiguos, cuyo universo les servía de referencia constante: mucha épica dentro de una cartografía limitada. Ulises, talmente. El pueblo de la recepcionista aburrida tenía un convento y un castillo, que, al día siguiente del que nosotros pernoctamos en su hotel, no se encontraban abiertos al público. No lo interpreté como una confirmación de lo que su aburrimiento trataba de trasmitirnos, sino que me pareció un síntoma de lo contrario. Su aburrimiento, al contrario del entusiasmo sonriente de las recepcionistas habituales, separaba muy bien su horizonte personal, raquítico a todas luces, del que pude observar al pasear por las calles del pueblo. Antes de abandonarlo para seguir la etapa del día a través del Valle del Tauber, me dieron ganas de volver al hotel y darle las gracias por habernos recibido con semejante sinceridad. Duarte me disuadió de ello. Lo que quería preguntarle - le dije a Duarte - era si había leído el libro de Kafka, el castillo, ya que intuía que su malestar venía de su equívoca relación con el monumento más importante del pueblo, que al igual que el de Würzburg se encontraba aupado encima de la colina cercana, y al igual que el castillo de la capital de Franconia tiene un pasado que lo hacía merecedor de su dislocada atención contemporánea. Parece mentira que sea alemana, pensé, aunque esta vez no le dije nada a Duarte. Parece más bien que hubiera nacido en alguno de los países de la cuenca mediterránea, en los que la falta de entusiasmo contemporáneo de los nacidos a finales del siglo XX, adscrito, como ya he dicho, a la fórmula falta de épica más muchas expectativas, se debe siempre a la crisis. Nunca a ese binomio letal, que viene, a mi modo de entender, de una mala interpretación o lectura del hecho creativo, que han promovido el fenómeno paralelo al sistema educativo que son las actividades extra escolares. Pues a partir de ellas, todos los nacidos en esas fechas se postulan como genios con derecho a plaza fija y subvención en las dependencias del estado, más los aplausos incondicionales, como no podía ser de otra manera, de sus palmeros de cabecera, a saber, padres y profesores de las susodichas creaturas. Cuando volvimos al hotel para recoger nuestras pertenencias, después de dar una vuelta alrededor del castillo, la aburrida recepcionista de la noche anterior no estaba detrás del mostrador. La que nos recibió amablemente, sin tener que refugiarse en las trazas del disimulo, debió ser su madre, pues así lo delataba el parecido de sus rostros. Con el par de gestos que nos brindó el viaje recuperó la normalidad que, en parte, había perdido la noche anterior.