martes, 30 de enero de 2018

TIENES QUE HACERLO

Con todo, le dije, lo más difícil hoy en día es convencer a alguien de su condición de mercancía, a alguien que se cree que de eso se libra por alinearse con la cultura oficial o alternativa que tanto da, pues lo importante no es la cultura que uno profese sino el fervor con que se pone a sus órdenes. Y es que como la religión, a quien sustituye como ya he dicho otras veces, la cultura de masas, ya no es pertinente distinguir entre alta y baja cultura, tiene vocación narcotizante. Y forma parte del mundo que heredamos nada más nacer, que tiene forma de jaula. ¿Qué haríamos los fines de semana sin esa profusión de ofertas llamadas culturales? ¿Cómo llenarían sus paginas los suplementos de los periódicos? ¿De que se abastecería el trajín incesante de las redes sociales? ¿Cómo hablar de insatisfacción cuando, a pesar de toda esa fanfarria, estamos siempre solos? ¿Cómo decir que esa toma de conciencia, que lo es también del tiempo que nos constituye, es de donde parte el verdadero aprendizaje? ¿Cómo aceptar que muchas de las destrezas ahí adquiridas, sino falsas, son inoperantes e impertinentes fuera de la jaula donde tienen su campo de acción? Aprender tiene algo que ver con el viaje, con el abandono de la jaula, pero viajar te convierte en extranjero, en alguien que no está en su sitio en ninguna parte. Alguien que está siempre a la intemperie. ¿Cómo defenderte de las aves rapaces? Bajar el vuelo casi a ras de tierra, como hacen las palomas ante el asedio en altura del águila halconera, ¿es suficiente? Probablemente sea eso, le dije, lo que te pueda hacer ser lo que realmente eres. Y es que si somos sinceros, cuando viajamos, cuando salimos de la jaula, tampoco entendemos gran cosa. Según Baudelaire, los viajeros parten por partir y lo hacen cargados de falsas ilusiones, que suelen tener su fundamento en el momento anterior a que las circunstancias del punto de partida los aplasten. ¿Es huida o es viaje? ¿Es lícito actuar así? ¿Sería más recomendable quedarme en casa, me sugirió, que enfrentarme a la amarga sabiduría que esconde todo viaje? A saber, descubrir las dimensiones reales de nuestro mundo: pequeño y monótono. En ese sentido, le respondí, un viaje se asemeja a una conversación, pues es de hecho una conversación con la obscuridad que rodea a lo desconocido, que es casi todo lo que se encuentra fuera de esa pequeñez y monotonía que forma nuestro mundo, que bien mirado cabe en dos líneas de escritura a doble espacio. No nos entendemos y nunca lo conseguiremos, da igual que demos siete veces la vuelta al mundo o que nunca abandonemos la aldea donde hemos nacido. Sin embargo, hay que hacerlo. Hay que viajar y hay que conversar, tienes que sentirse extranjero donde pones los pies cada día y con las palabras que usas, justo para lograr sentirte tu mismo. Las distancias del viaje y las palabras de la conversación las determinarán los dictados del alma de cada viajero. Si aprendes a mirar por ese ojo, le propuse, aprenderás a distinguir lo fútil de lo esencial, en que se diferencian y en que se igualan las personas y las cosas. A lo mejor cuando vuelvas puede que tengas la sensación de que no te has ido todavía, pero tu y tu mundo seréis ya otro. Es decir, fuera de la jaula comprobarás que, definitivamente, no tienes nada. Te dirás entonces, orgulloso, que no has huido, que saliste de casa para hacer un viaje.