lunes, 22 de enero de 2018

PARAISO Y TRIBUNAL

Cuando uno se fija con atención en el documental “el triunfo de la voluntad” ve el paraíso. Es lo que tiene la imaginación por encargo. Desde que tenemos consciencia de que una de las formas del poder, cuando aspira a suplantar la idea de Dios en la tierra, se convierte irremediablemente en Imperio, el tipo que está al frente de esa operación que, como no podía ser de otra manera, se autoproclama Emperador, más pronto que tarde acaba por encargar que le construyan el paraíso a su medida para ofrecérselo a sus súbditos. De esta manera trata de restañar la herida que el primer Dios Creador, ese que nunca aparece pero en cuyo nombre todo se hace y se deja de hacer, causó a los seres humanos al expulsarlos en su día del paraíso por comer de la fruta prohibida. Una herida sobre la que vivimos sus herederos, convirtiendo ese dolor en nuestra forma de vida. Publicistas que ponen su talento para llevar a cabo el propósito imperial nunca han faltado a la cita con la historia. Así desde Alejandro Magno hasta Adolf Hitler, por poner a quienes abren y cierran, de forma más contundente y significativa, el arco imperial de occidente. Bien es cierto que los publicistas imperiales trabajan sobre terreno abonado: el mito del paraíso perdido es, sin duda, a parte de una herida una de las fuerzas de la naturaleza que, a falta de huracanes y ciclones anuales, por donde supuran y se mueven los destinos de la mayoría de las personas, por no decir de todas, que viven en este lado del planeta y allá donde ha llegado su influencia a lo largo de los siglos. Y a pesar de haber dado sobradas muestras de su imposibilidad de hacerse realidad, más allá del ámbito propio de la imaginación o la ficción, incluso las personas más cultas de la sociedades más cultas caen una y otra en esa trampa. Otro mundo es posible, se dice mucho ahora, porque hay un lugar y un tiempo que le dan cobijo. Basta con anunciarlo con suficiente conviccion verbal y belleza estética para que quien lo oiga piense, de inmediato, que esa voz narradora habla desde donde predica. Nada más hay que ponerse en marcha hacia donde él se encuentra. Eso es lo que hace de forma indudablemente convincente Leni Riefenstahl en su documental aludido. El paraíso no solo existe a través de las imágenes que nos muestra “el triunfo de la voluntad” - con ese nombre como puede ser de otra manera - sino que tiene un nombre: Nuremberg.  Observar las calles de la antigua capital imperial del primer Reich o Sacro Imperio Romano Germánico, llenas de gente vitoreando al nuevo emperador del tercer Reich, trasmite al espectador una sensación de continuidad, como si entre medias de uno y otro Imperio nada hubiera pasado, y de plenitud definitivamente instalada entre sus vidas al paso de la comitiva imperial del Furher. Riefenstahl filma, ese es el mandato del Hitler, con la idea de recuperar el orden del Ser alemán en el mundo, que los enemigos de Alemania en la Primera Guerra Mundial habían, a su entender, aniquilado. La encomiable puesta en escena y posterior montaje convierten a la trama urbana de una pequeña ciudad de provincias, como en realidad era Nuremberg en esos años, en el símbolo de la gloria suprema que está por llegar. El Imperio de los mil años. Y, por otro lado, lo inquietante, ahora que ya sabemos en que acabó aquella extrema glorificación, es comprobar hoy en día la necesidad que sigue teniendo nuestra especia de esos momentos de máxima exaltación.  


Cuando salí de la sala 600, donde claudicó todo aquel éxtasis de que fue capaz el pueblo alemán y que Riefenstahl había ofrecido al Furher en bandeja de oro y diamantes, me topé con unas fotografías de cómo había quedado el palacio de justicia tras los bombardeos de abril de 1945. Y también de las obras urgentes de remodelación de su ala este, donde se encuentra situada la sala 600, para poder celebrar los juicios contra los jerarcas y responsables nazis por sus crímenes contra la humanidad. Los aliados pensaron que si Nuremberg había sido el paraíso rutilante durante los años del Emperador del tercer Reich, bien podía aguantar ser el Tribunal gris y burocrático donde se pudiera desarrollar y aplicar la máxima justicia de los hombres. Ya fuera del palacio de justicia la lluvia había vuelto a hacer acto de presencia. Las bicicletas permanecían en el lugar que las habíamos dejado, esperando pacientes nuestro regreso. Mientras dejábamos a nuestras espaldas el tribunal de justicia me vino de nuevo a la cabeza la cita de Holderlein: los seres humanos soñamos como dioses pero pensamos como pordioseros. Dicha en el siglo XIX, siempre me ha parecido que se merecía tener el honor de formar parte de las primeras palabras de la creación, sobre todo del momento en que el Dios creador decide crear al hombre a su imagen y semejanza. Es decir cuando Dios decidió crear al hombre con la voluntad de poder ser como Él. No advirtió expresamente de lo que esa soberbia significaba y de lo que podría llegar a suponer, simplemente nos echó del paraíso cuando se produjo. La frase nunca fue escrita en el libro más leído del mundo occidental y la voz del poeta que la pronunció se apagó ahogada en su propia locura. Dos ciclistas pedaleando bajo la lluvia, alejándose del lugar de los hechos donde un día, no hace mucho, unos hombres miraron a los ojos de otros hombres para dar cuenta del horror de sus sueños, me parecía, sino edificante de nuestra condición humana, puesta en sospecha para siempre en la sala 600, si me trasmitía a mi mismo, mientras iba encogido bajo el chubasquero para guarecerme del impacto de las gotas de agua que en ese momento arreciaba, un cierto impulso de renovación humana incipiente. De una confianza que trataba de ponerse delante, sin  hacerlo desaparecer, del lastre de esa sospecha que seguía dominando las almas del continente europeo desde entonces.