miércoles, 3 de enero de 2018

MARIENBERG

Decir que es el “primer día de bici” no es hablar por hablar o por decir algo. Nadie dice cuando viaja, primer día de coche o primer día de tren. La fisicidad que se desprende de la locución “primer día de bici” se lleva por delante muchas de las pamplinas que ayer mencionaba y que son constitutivas de la clase media que, con mejor o peor acierto, sostiene el mundo en el que vivimos. Decir “primer día de bici” significa, antes que nada, querer el viaje que uno comienza en ese primer día. Un querer entendido en su doble acepción de voluntad de querer hacerlo y amor por el viaje en bici. Será difícil que, si esas dos acepciones no están razonablemente acompasadas, el viaje se realice o concluya, si es que la crisis aparece cuando ya se ha iniciado. La historia del Festung o fortaleza de Marienberg en Würzburg que reseña la guía, no deja lugar a dudas sobre su pasado turbulento y belicoso que dura hasta 1867, año en que pierde su condición de fortificación ante la moderna artillería. A medida que iniciamos la ascensión, la recua de los que se desplazan como estatuas sentados en sus coches nos adelantan uno tras otro. Los veremos arriba, repartidos entre las diferentes terrazas al aire libre que se extienden por las explanadas que antaño ocuparon las guarniciones militares de los duques de Franconia-Turingia, primero, y del Obispado de Würzburg, después. No sé a los de los coches, pero a un servidor sobre la bici nada me parece como si no me hubiera movido de casa, o como si estuviera viendo el Festung al modo de un documental televisivo. Me voy desplazando hacia arriba, al mismo tiempo que la imaginación se desplaza hacia el pasado. Como el agrimensor kafkiano, quisiera entrevistarme con el duque y preguntarle cómo su propiedad pasó a manos del obispo. Es un vaivén de la imaginación que tiene la misma utilidad que subir al Festung dando pedales, ninguna, pero noto que a medida que entrelazo lo uno con lo otro mi vida se modifica. Y la vida de los que han subido en coche, ¿habrá sufrido alguna alteración? Mi primera intención es pensar que no, que su estatismo, su pertenencia al grupo social de los asentados, los inmóviles, los petrificados, los que son como estatuas, o como me gusta llamarlos, los culos gordos, les impide gozar de esos cambios casi imperceptibles que proporcionan las acciones inútiles. Pero rápidamente me retracto, y reconozco que la inutilidad creativa no solo es patrimonio de la lentitud en el desplazamiento, como reacción ante la velocidad de la luz a la que ha decidido moverse el mundo, sino que hay algo en esa rapidez que permite ver a través de una doble visión, que diría Willian Blake. Por un lado la escisión o grieta peligrosa sobre la que se ha asentado el mundo y por otro su necesaria reparación antes de que sea demasiado tarde. 

Duarte registra así en su diario esta primera etapa en bici, 

“Al final de la subida al Festung hay que torcer a la derecha y volver atrás por la cima de la colina. Volvemos hasta donde hay que bajar y, tras algunas duda, al final descendemos hasta una cola de coches. No se puede acceder con vehículo de 4 ruedas al interior, está todo lleno. Luego vemos que no es tanto, al llegar hay gente pero no excesiva. Podemos entrar al patio de armas. Al fondo, en una de las terraza nos comemos un appelstrudell inmejorable, salvo por el servicio, que parece despistado. Lleva una bola de helado de vainilla estupenda, con un sabor muy cremoso y aromático. Y de nuevo al camino. Quedan 32 km y las 13 horas han sonado. En dirección a Tauberbischofheim, todo sobre dos ruedas. Aparece la lluvia, un tonto chaparrón y quedamos empapados. Un cambio de ropa ligerísimo y a continuar. La nube parece perseguirnos, la adelantamos y nos paramos a tomar café y tarta de queso, pues de nuevo nos alcanza y la humedad nos congela, queda poco y seguimos, ya nos secaremos al llegar. Hay hueco reservado en el H. Badischer Hof. Al fondo de la ciudad, cuando llegamos a la plaza, las campanas anuncien las 6 de la tarde. Aún quedan transeúntes paseando por las calles y clientes en los cafés. El pueblo parece bastante animado. Una visita y volvemos a cenar. La recepcionista habla español y nos comenta lo horrible que es vivir allí. Ella vive en Würzburg, pero está en Tauberbischofheim porque el hotel es de su familia. La comida está muy buena, su madre guisa muy bien. Una vueltita por el pueblo y a dormir”.