Cuando se establece una red, ésta se puede considerar un individuo, aunque el carácter de dicho individuo se define por sus relaciones y no por unas cualidades o categorías estables a las que se adscribe como si fuera un socio preferente. Me gusta parafrasear estas palabras que leí en un libro que hablaba de la música oculta en los bosques, para tratar de comprender mejor la red ejemplar, no exenta por ello de defectos, que forman los ferrocarriles alemanes. Las rutas ciclistas diseñadas, a imitación de la Ruta Romántica bávara, después de la Segunda Guerra Mundial, creo que ya lo he dicho en alguna ocasión, llevan aparejada de forma no explícita la alianza con el ferrocarril. Frente a las inclemencias del tiempo atmosférico que puedan surgir en el transcurso de la propia ruta, o ante los lugares de interés que se encuentren no tan lejos de la ruta ciclista como para pasar de largo, pero no tan cerca como para hacer el bucle a golpe de pedal, el uso del ferrocarril siempre ha sido el mejor y más fiel aliado que he tenido a mano. La red de ferrocarriles alemanes funciona como un individuo y su carácter se define por la manera en que se relaciona con sus usuarios, dándoles un servicio que les permita moverse con confianza a lo largo y ancho de su geografía. Esta definición, que parece tener más que ver con un anuncio publicitario, para alguien como yo, acostumbrado a la red de los ferrocarriles españoles, se ajusta con bastante precisión a lo que ahí ocurre cada día. Todo ha sido cuestión, no de la fe que yo pueda tener o no en el culto al orden del que presume el estilo de vida alemán, sino de haberlo comprobado empíricamente a lo largo de los últimos doce años. Una de las características de la red de ferrocarriles alemanes es la, digámoslo así, subred holística de transbordos que pone en relación unos destinos con otros. No era la línea recta lo que ponía en contacto Rothenburg con Nuremberg, como pudiera suponerse en una distancia tan corta, sino el nudo ferroviario de Ansbach donde teníamos que hacer transbordo, con un margen de unos cuatro minutos entre la llegada del tren de nuestro origen en Rothenburg y la salida del que nos llevaría a nuestro destino en la capital imperial de Nuremberg.
En ese viaje que en definitiva es nuestra vida, tanto en lo que tiene de imaginario como en lo realmente emprendido, una de las cosas que no podemos comprender es lo mal que encajamos en ese itinerario existencial y lo poco que reflexionamos sobre ello. Lo poco que le dedicamos a saber de ese viaje en el que estamos embarcados, porque tenemos la convicción de que hay una respuesta para todo lo que nos suceda. Ahí radica nuestro principal problema. Ante semejante e inopinado desajuste - ¡cómo nos puede suceder esto!, nosotros no queremos problemas, somos gente de paz - siempre pensamos que es provisional y que más pronto que tarde se acabará solucionando, pues ese es, repito, nuestro destino manifiesto. Por ello reaccionamos siempre de forma artificiosa (mediante artificios interpuestos) y reactiva (contra algo o alguien, al que culpamos de nuestro eventual extravío), y nunca de forma creativa (mediante imágenes que nos faltan) y holística (uniéndonos a lo otro y los otros). No creamos imágenes que nos ayuden a comprender aquel desajuste propio de nuestra naturaleza inacabada y mortal, sino que nos rodeamos de artificios perfectos que decoran nuestra naturaleza que, por supuesto, creemos que nos merecemos y que es inmortal. Son manías que desaparecen bajando y subiendo las bicis a los trenes, que nos dejan y nos recogen en los nudos ferroviarios de la red de ferrocarriles alemanes.
En la estación de Rothenburg no hay oficina abierta para comprar los billetes, así que en el andén Duarte se las tuvo que ver con las oficinas autómatas y automáticas. No tuvo suerte. Las máquinas no la entienden, pero hay un humano que la escucha blasfemar en arameo y se ofrece a echarle una mano. Es griego de Tesalónica, y se llama Robin. Habla mucho y habla de todo, habla sin parar. Nos dice, ya con el tren en marcha, que se encuentra de paso en Rothenburg trabajando en un restaurante, Mythos, haciendo la sustitución de un amigo. El vive y trabaja realmente en Passau, a orillas del Danubio, cerca de la frontera austriaca, a donde se dirige para pasar el fin de semana. Tendrá que hacer algún transbordo más que los dos que nos esperan a nosotros, pero no se le ve contrariado. Podía haber cogido el coche, le dice Duarte, a lo que Robin contesta que prefiere viajar así. El tiempo es una interpretación. Nos damos cuenta que hay mucho, pero que nosotros tenemos poco. Únicamente lo percibimos cuando a eso lo llamamos injusticia y lo convertimos en un problema. Me di cuenta de que Robin no tenía intención de hacerlo. Y es que los transbordos rompen, no solo la linealidad del espacio, sino, y mucho más importante, la consecuencia de quienes habitamos al tiempo. Antes de despedirnos en Nuremberg, donde Robin se disponía a hacer su tercer transbordo, nos dijo que cuando volviéramos a Rothenburg dos días después, nos pasáramos a cenar al restaurante donde él trabajaba. En los transbordos que explican la existencia de los nudos ferroviarios es donde se hace visible que somos en función de cómo nos comunicamos, no de lo que previamente hemos creído que somos. Si falla el transbordo falla la llegada al destino. Si falla la comunicación entre nosotros, nuestro destino ya no puede ser nunca más nosotros mismos.