jueves, 11 de enero de 2018

EL COLMADO

¿Cuando uno viaja a sabiendas de que no es un nómada tiene una relación con los mapas diferente de quien si lo es como lo eran quienes viajaban sin mapas en los tiempos anteriores al turismo? Duarte necesita viajar con mapas, es más, necesita un mapa para salir cada día de casa. Yo no llego a tanto porque no sé interpretar los mapas. Lo que quiero decir es que no sé llevar la escala de los mapas a la escala de lo real. No sé acompasar la inmensidad de los primeros con la perspectiva limitada que mi mirada alcanza respecto a lo segundo. Tiendo a mirarlo al revés. Los mapas me parecen manejables y lo real inmenso. Tal sea esta confusión, no resuelta todavía, la que hace que me oriente muy mal en los lugares desconocidos.  El caso fue que las pendientes, tal y como las señalaba el mapa, en el recorrido hacia Rothenburg no hicieron otra cosa que intranquilizarme. Al final se cumplió lo que decía el mapa, había pendiente, sí, pero nos tuvimos que bajar de la bicicleta en el tramo final para poder comprobar la verdadera intensidad de lo que en el mapa era mera extensión sobre el papel. Cuando llegamos a la plaza del mercado de Rothenburg, Duarte se dirigió de inmediato a la oficina de información y turismo para buscar alojamiento. La funcionaria de la oficina no lo dudó ni un instante, ni siquiera nos preguntó por el precio que estábamos dispuesto a gastarnos, hizo una llamada telefónica y nos colocó de inmediato en la pensión Elker. A mí me sorprendió esa actitud tan diligente, pues parecía que nos estaba esperando. Duarte lo entendió como un gesto de profesionalidad, a saber, nos alojó en el sitio más adecuado para las pintas con que nos presentamos en la oficina, que no eran otras que las de unos cicloturistas que habían llegado cansados hasta el mostrador de la misma, donde la funcionaria de turismo trabajaba. Yo estuve más dispuesto a creer que iba llenando las habitaciones libres que quedaban en la ciudad por riguroso orden alfabético del nombre del hotel y de llegada de los turistas. A nosotros nos tocó la E de pensión Elker. En fin. Pero de igual manera que es difícil referirse a un mundo que está representado en un mapa donde nada más hay nombres de lugares, distancias y convenciones conceptuales, la pensión Elker no era solo un lugar para dormir. Era, sobre todo, un colmado, en el que a parte de ofrecer al cliente todo lo imaginable y lo inimaginable le ofrecía un cama, como un objeto de consumo más. Pienso que la geografía con quien mejor se relaciona, antes que con los mapas, es con el carácter de los viajeros. Es una relación oculta y refractaria a cualquier tipo de simplificación o esquematismo gráfico. Lo tengo muy comprobado, hay sitios que nada más verlos se convierten para mí en un lugar en el mundo. Un lugar que va completando el dibujo final de ese mundo, que acabará siendo mi mundo. No me pasa con frecuencia, porque el reflejo que uno puede proyectar sobre la geografía, como no puede ser de otra manera, es limitado. Con ese puñado de lugares voy definiendo mi carácter. Rara vez mi identificación tiene que ver son ciudades enteras, sino con alguna de su plazas, calles o edificios. O incluso con alguno de los detalles que se encuentren dentro o formen parte de aquellos. En no pocas ocasiones el lugar o el detalle tienen un significado exclusivamente literario o cinematográfico, y pienso que es muy difícil que pueda vivir dentro de mi si no es a través de esa mediación ficticia. Al final, unos y otros acaban formando parte del relato que imagino con antelación, para que el viaje que haga tenga algún tipo de sentido. A veces esas plazas, calles o edificios, o esos detalles de cada uno de ellos, forman ya parte del relato antes de iniciar el viaje. En otras ocasiones, sin embargo, me los encuentro, digamos, de sopetón, sin previo aviso. Este es el caso del colmado de Rothenburg y, como no, del que regentaba el colmado, que fue quien nos recibió medio escondido entre las estanterías donde trataba de ordenar los productos que ofrecía al visitante. Iba vestido con el típico peto azul alemán, que es frecuente verlo todavía en las zonas más rurales de, país. Nos preguntó qué deseábamos, y cuando le anunciamos que éramos los ciclistas que habíamos reservado una habitación para pasar la noche, se le cambió la geografía del rostro. Quiero decir que se sonrió, como si esa parte del negocio lo sacara de la rutina. Dejó de inmediato lo que estaba colocando en una de las estanterías y le pidió a su padre, un señor de avanzada edad, que se encargara un momento de atender a quien entrara en la tienda y lo necesitara, él volvía, dijo, enseguida. Hasta ese momento no podía imaginarme, por más que no dejé de intentarlo, por donde se accedía a la pensión en la que se suponía se encontraba la habitación que habíamos reservado en la oficina de turismo. Había tantas cosas a la vista, que me costaba ver otra cosa que lo que veía. Y, sin embargo, noté que empecé a sentirme bien de una manera que no hubiera podido prever mientras estuvimos mirando el final de etapa sobre el mapa la noche anterior. Para mi el final de etapa no se produce hasta que no se donde voy a descansar del esfuerzo de la jornada ciclista, y en qué condiciones. Seguimos al del peto azul a la parte trasera del colmado y en un santiamén nos hizo ver donde estábamos y cuál sería nuestro destino en las próximas horas. Las bicis descansarían el sótano. Nosotros dormiríamos en el tercer piso y desayunaríamos a la mañana siguiente en el altillo superior. O sea, la pensión estaba en la trastienda,  con todo lo que eso significaba