martes, 23 de enero de 2018

LA ZEPPELINTRIBÜNE

En su inabarcable arbitrariedad, a pesar de todas las soflamas teóricas del racionalismo más luminoso que no han dejado de caerle encima, el continente europeo no deja de ser un enjambre de tribus que pugnan por imponerse las unas a las otras. Y no es que no haya canales oficiales que pretendan hacer posible la conversación permanente entre unas y otras. Pero lo que hay es la voluntad expresa de ser únicamente indígena de un solo lugar. Ni por asomo, nadie de ningún de esas tribus se plantea la pizca de negatividad que ese espantajo localista necesita para no ahogarse en su propio abismo: no tener nunca nada y ser extranjero siempre. A partir de cierta edad lo normal es tener cerca de uno a alguien que vive el momento europeo actual como algo que está ahí desde siempre y que seguirá ahí también para siempre. Al nuevo ingenuo ni se le ocurre imaginar que todo puede ser de otra manera, tanto si mira para atrás como si mira hacia adelante. Tanto si recuerda el pasado como si imagina el futuro. O al revés. Y aunque haya sido un niño o una niña que oficialmente han sido educados fuera de la influencia de ese otro odio, para entendernos, sus vidas han transcurrido en tiempos de paz, sus rostros también están deformados como si hubieran crecido bajo el influjo del más insoportable de los espantos. Y esta herencia, a saber, vivir en un tiempo de paz Romana (o americana que es quien detenta la titularidad imperial nacida después de la guerra) y que los rostros y los ademanes se nos deformen por el odio y el resentimiento como si cayeran millones de toneladas de bombas sobre nuestra cabezas, tal y como les ocurrió a los habitantes de las 131 alemanas que sufrieron el bombardeo indiscriminado de los aliados durante la segunda gran carnicería, es la que se fraguó en la sala 600 del tribunal de justicia de Nuremberg, del que nos alejábamos dando pedales bajo un inclemente manto de lluvia, como decía ayer, buscando el centro neurálgico y neuronal de toda aquella catástrofe, que se hace más nebulosa, si cabe, cuanto más se distancia en el tiempo y cuanto más uno se aproxima a los espacios donde ocurrió. Ahora me estoy refiriendo a la Zeppelintribüne. Dándome cuenta, al llegar allí, no sé si porque había dejado de llover, de que los efectos inmediatos de esa extraña y misteriosa elasticidad que tiene el paso del tiempo con respecto al mismo espacio, o al menos respecto a las coordenadas que lo definen como tal espacio, sean sobre la forma de actuar la memoria, de recordar justamente aquello que no hemos vivido, pero que es la herencia con la que tenemos que construir nuestra existencia.  


La Zeppelintribüne es la joya de la corona del documental de Riefenstahl. Todo está organizado y montado a beneficio y gloria de la gran parada festivo militar que se va a celebrar en ese lugar, como culminación de los fastos del congreso anual del partido nacional socialista. El nombre le viene de ser el lugar donde a principios del siglo XX se hicieron los ensayos y pruebas del dirigible conocido con el nombre de su propulsor. Efectivamente, el campo de Zeppelin recibieron su nombre en honor del conde Ferdinand von Zeppelin, que allí experimentó con diseños de dirigibles rígidos en la década de 1890. El arquitecto de Hitler, Albert Speer, fue el diseñador de la nueva reordenación del campo de Zeppelin. Lo hizo siguiendo el modelo del antiguo altar de Pérgamo en Turquía -  un monumento religioso de la época helenística construido originalmente en la acrópolis de Pérgamo, a principios del reinado de Eumenes II (197-159 a. C.) - pero construido a una escala que pudiera albergar la grandeza del tercer Reich. O lo que en números suponía dar cabida a más de 240.000 de sus seguidores, aplaudiendo al unísono las palabras que su primer dirigente pronunciaba siempre al final de la semana, que es lo duraba el congreso del partido nacional socialista en Nuremberg. Es importante destacar el hilo narrativo del proyecto, denominado por Speer, el valor de las ruinas, al que Hitler se sumó con entusiasmo. Y sin duda el hilo narrativo persiste, ante la mirada de quien hoy visita la Zeppelintribüne, lo que ha desaparecido son los propósitos de aquellos narradores. Pues ellos pensaron que sería el paso lento del tiempo, durante los mil años que creyeron iba a durar el tercer Reich, el que otorgaría valor a la Zeppelintribüne, al igual que hoy se lo otorgamos al Partenón griego o al propio altar de Pérgamo, conservado en Berlín en el museo del mismo nombre. Lo que no podían imaginar aquellos narradores es que el tercer Reich iba durar diez años más, y que las ruinas no iban a venir por efecto honorable del paso del tiempo, las canas de las piedras, sino debido a la devastación sin miramientos de los bombardeos aliados sobre la ciudad de Nuremberg.