viernes, 12 de enero de 2018

LAS MURALLAS

Viajar es relacionarse con lo distinto, distante y desconocido. Con el vacío y con el silencio. Sin temer a sufrir en el encuentro con uno mismo. Viajar no deja de ser otra manera de aprender a mirar. No tanto en los mapas como en el mundo que a uno se le echa encima cuando se pone en marcha. Esta época es apocalíptica porque estamos destruyendo nuestra esencia humana, nuestra humanidad, y no tanto la naturaleza. Viajar es una manera de recuperarnos como seres humanos. Rothenburg de Tauber ofrece al recién llegado unas cuantas maravillas arquitectónicas en perfecto estado de revista, como no podía ser de otra manera al formar parte de la Ruta Romántica, epítome de la imagen que Alemania quiere dar al mundo como motor del proyecto de Unión Europea después de las grandes catástrofes de hace casi ochenta años. Destaco en primer lugar la plaza del mercado, en tanto en cuanto soy un fiel admirador de los espacios enormes y abiertos. Situada al final de la calle principal, cuya enorme pendiente nos obligó a descender de la bici, participa en su trazado de esa pendiente aunque ya más suavizada. Solo al final de la plaza deja el visitante de estar sometido al imperativo de la pendiente y entra en una zona ajardinada que le lleva a la zona amurallada de la ciudad. Entrando así en el segundo aspecto de interés que, a mi entender, ofrece la ciudad a la mirada de quien la visita por primera vez. Los recintos amurallados son, digámoslo así por adelantado, la joya de la corona de muchas de las ciudades que nos íbamos a encontrar en las siguientes etapas de esta ruta vacacional y romántica. Pudiera parecer una contradicción el que me atraigan los lugares amplios y abiertos de las ciudades lo mismo que sus recintos amurallados. Y seguramente lo sea. Aunque bien es verdad que al ponerme en ruta no intento tanto desprenderme de mis contradicciones como de los lugares comunes que también forman parte del contenido que llevo dentro de mis alforjas habituales. Las contradicciones me colocan en un lugar de apertura al aprendizaje de una nueva inocencia - para mi imprescindible en cualquier aventura que suponga salir o escapar de unos mismo - que no pueden proporcionarme los lugares comunes, debido a su propia naturaleza que tiende a la autocomplacencia ensimismada. Ir a algún sitio se puede asemejar mucho con la lectura de un libro betseller o de autoayuda. Ese tipo de  viajero (y el lector) buscan con ahínco, al hacer ese itinerario, encontrarse con lugares comunes y frases hechas que están asociadas desde siempre al destino (o al relato elegido). Para entendernos, uno no organiza una visita a Paris si no es para disfrutar de la ciudad de La Luz, como si la capital francesa fuese la única depositaria de tal beneficio atmosférico, o como si estuviese ausente de todas luces el lugar de procedencia del viajero, ni piensa que se relacionará con los parisinos fuera de la arrogancia y engreimiento que les caracteriza. Lo mismo con el ritmo de los africanos, la habilidad comerciante de los chinos, el talento disimulador de los asiáticos en general, la facilidad para el disimulo de los japoneses en particular, la obsesión con el orden de los alemanes, la pulcritud con que nos recibirán los suizos, la egolatría más grande que un zepelín que nos acompañará, si o si, en la vista a la pérfida Albión, lo cual puede ser compensado con la frivolidad de los italianos o el hedonismo de los brasileños, sin olvidar, por supuesto, que a los españoles les encanta orgullosos regodearse con la muerte y a los rusos el sentido de la fatalidad. En fin. Fue iniciativa de Duarte dar la vuelta al recinto amurallado de Rothenburg, pues según el mapa que le dieron en la oficina de turismo, y del que ya no se separó ni para dormir, permitía acceder a una visión de la ciudad inigualable. Lo cual puede sonar como una frase hecha, y sin duda así es su música, pero que no deja de tener si se pega el oído con tino y cuidado el aspecto desde el que poder abrirse al aprendizaje de esa ingenuidad o inocencia que he mencionado antes. Pasa lo mismo que el hecho de subir a lo alto de la catedral o de la iglesia de la ciudad o pueblo en cuestión dentro del plan de viaje, también intención prioritaria de Duarte nada más llegar. Desde allí la vista es única, no por ser la más alta, ya que es bastante frecuente que haya en la actualidad edificios civiles de mayor envergadura, sino por ser la única altura que durante cientos de años trató de conectar con el más allá, antes de que este más allá se convirtiera exclusivamente en un más acá como un asunto técnico y, por tanto, humano demasiado humano. En todo viaje hay lugares o espacios donde uno descubre de pronto que se quedaría, y hay lugares que sencillamente te conmueven de forma incomprensible desde un pasado remoto, donde están anclados sus fundamentos físicos que tienes delante. Contraviniendo o atravesando sin dificultad, en ambos casos, lo que en el momento que accedes a su seno te ata al presente, al que sabes que has de volver cuando los abandones. Es cuando el alma, o esa emocionalidad profunda que nos embarga, toma un protagonismo activo e imprevisto en el viaje, dictándole al cuerpo del viajero las notas pertinentes al pie de las página del itinerario que sobre el mapa ha diseñado.