Sin vacío ni silencio no hay filosofía ni literatura, cierto, pero todo lleno de Dios, o de sus sustitutos, y de los ruidos ensordecedores de sus liturgias, lo único que hay es nada. Y nadie. A medida que voy recorriendo estas primeras etapas de la ruta romántica entiendo mejor la idea práctica que animó a los vencedores de la Segunda Guerra Mundial: construir un relato con el adjetivo vacacional como si fuera un nombre propio, para la clase media superviviente, que era la que se iba a encargar de lo que había quedado en pie del continente, a saber, su ruina moral y material después de dos mil años de protagonizar de forma indiscutible la Historia con mayúscula. La ruta romántica vendría a ser en términos geográficos lo que el mundo de ayer, de Stefan Zweig, lo es en el ámbito de la historia con minúscula. Con ese puñado de kilómetros perfectamente idealizados entre Würzburg y Fussen pretendía recuperar, sino la dignidad de la épica definitivamente enterradas bajos los escombros, las expectativas virtuales que siempre proporcionan los periodos vacacionales. Todavía quedaban muchos años para que llegaran internet y las redes sociales, pero lo vencedores de la Segunda Guerra Mundial empezaron a escribir con esta ruta vacacional el primer capítulo de esta nueva geografía sin historia. O dicho con otras palabras, dieron al mundo las primeras palabras de un relato mediante el que poder imaginar el entusiasmo humano cuando los sueños de su razón se lo han comido para siempre. Dicho así parecería una tarea de nigromantes, pero en lo que no hay duda es que si el entusiasmo mesiánico de la razón nos metió en la más absoluta de las infamias, únicamente puede y debe ser el entusiasmo, o lo que quede de él, lo que de ella nos saque, quiero imaginar que así pensaron de forma urgente, pero no desatinada, los artífices de esta ruta romántica cuando se pusieron a escribir sobre el mapa esas primeras palabras de su gran relato: el de las rutas lentas que protagonizan quienes eligen desplazarse a pie o en bicicleta. Si hoy miramos con esa lentitud un mapa del continente europeo, comprobaremos los sucesivos capítulos que se han ido añadiendo al capítulo fundacional de la Ruta Romántica. A todos los inspira, como no podía ser de otra manera, una palabra también perfectamente idealizada: ocio o tiempo libre. Y es que desde entonces todo iba a ser así, aunque de otra manera. Quiero decir, todo iba a ser sin épica. Este humilde relato después de la evidencia totalizadora de los otros relatos que acabaron con casi todo, se me antoja como algo parecido a lo que imaginamos después de la muerte. O lo único que son capaces de soñar los muertos vivientes, no entendido en sentido peyorativo o gore, sino en el sentido propio de lo que es realmente nuestra naturaleza. De repente, es como si la última gran carnicería posible nos hubiera situado ante nuestra verdadera naturaleza, que ya no es soñar como dioses y pensar como pordioseros, sino soñar como si hubiéramos muerto y pensar como supervivientes. Y la gran biblia de este nuevo mundo ya no estaba inspirada por dios, sino escrita por un tipo cualquiera dando pedales, o andando, por cualquiera de los múltiples carriles bici que hoy vertebran la geografía del continente. Este potaje que es hoy proyecto europeo, construido con palabras que se repelen y se odian amablemente: progreso, lentitud, competitividad, contemplación, tiempo libre lleno del tiempo permanentemente ocupado, creencias sin Dios pero ciegas de ismos, ocio, estrés, etcétera, está metido en un dilema del que solo la ruta vacacional de los años cincuenta, hecha hoy metáfora para todo el continente, puede sacarlo. Por un lado, no puede volver a recordar a lo grande, es decir, no puede recuperar la épica que lo aupó a la gloria del planeta, ya que eso es lo que arruinó para siempre, pero, por otro, caminar o pedalear por estas rutas, paralelas a las grandes autopistas automovilistas y a las redes de tren de alta velocidad, no dejan, debido a su proverbial lentitud y perfecta idealización, de fomentar en el viajero todo tipo de expectativas. ¿Se puede construir un mundo sin épica, pero colmado de expectativas? Era ésta una pregunta que había comenzado a tomar cuerpo en mi cabeza desde que llegué a Kassel, y que metido de lleno en la Ruta Romántica cobraba su sentido más evidente y misterioso a partes iguales. No en balde la ruta por el arte contemporáneo tiene su base ideológica o narrativa, al decir de sus teóricos y apologetas, en su perfecta aplicación del empirismo, tratado en sus facetas más modernas del neopositivismo y la filosofía analítica. El arte conceptual es la culminación, dicen, de la corriente racionalista de toda la vanguardia. Pero, ¿no fue esa misma corriente y esa misma vanguardia las que llenaron de infamia y desolación al continente? Sin duda, pero nosotros le hemos quitado la épica, al igual que al viaje de la Ruta Romántica. Es lo mismo, para entendernos, que quitarle la grasa a la leche. ¿Estamos ante un tipo de experiencias desnatadas, en espacios libres de humo? ¿Se puede viajar así, sin épica y lleno de expectativas? Es una pregunta que me acompaña desde que me dedico a esto de viajar a golpe de pedal. No sé todavía cuál es la respuesta, pero si tengo claro que de haberla únicamente puede existir sobre estos carriles donde conviven ciclistas y andarines.