miércoles, 24 de enero de 2018

RUINAS SIN CANAS

¿Como ser europeos hoy ante el valor de esas ruinas de la Zeppelintribüne, epítome de todas las ruinas y heridas sin cerrar del continente, que son ruinas sin que pudieran llegar a poner canas en sus piedras, como si han hecho las ruinas clásicas de la antigüedad, honorables en su deterioro por el paso del tiempo? Creo que es el escritor holandés Cees Nooteboom quien, en uno de sus escritos, construye una fábula que consiste en poner a dialogar alrededor de una mesa a las viejas batallas europeas. No hace falta decir que en está reunión anual, que tiene lugar en el viejo arsenal de la ciudad de Viena, están convocadas todas las batallas que tuvieron un significación especial en los tumbos que ha ido dando el continente a lo largo de su historia. Una significación que en muchos de los casos va ligada a la cantidad de destrucción lograda, tanto desde el lado material como desde el lado humano. Al final de la reunión Troya y Hastings dijeron: siempre se comete el mismo error, no se tiene en cuenta el factor humano. Exactamente, dijeron a Sagunto y Poitiers, lo que hace falta es una consciencia histórica, el que desea vivir sin memoria siempre acaba entre nosotros. De nuevo la ficción consigue expresar mejor lo que torpemente intentan, en su obsesión por ser propietarios de la verdad, los predicadores de la realidad desde el estrado de su cátedra correspondiente. Más o menos es lo que me vino a la memoria cuando conseguí encaramarme a la tribuna principal de la Zeppelintribüne, valga la redundancia. Por los relatos que había leído, preparando la visita a la ciudad imperial de Nuremberg, sabía que en el discurso de clausura del congreso nacional socialista el primer e incontestable caudillo alemán daba el do de pecho para verter sobre las masas que lo escuchaban toda la bilis antisemita de que era capaz, lo que significaba, con el mismo impulso, afianzar, aupando un peldaño más, la germanidad de la raza aria. Luego el visionado del documental de Riefenstahl me tradujo en imágenes una posible dimensión, grandiosa sin duda, de lo que había leído en papel. Y ahora, allí en medio de la Zeppelintribüne, el valor de las ruinas, no precisamente como lo habían soñado Speer y Hitler, cobraba un significado de autenticidad al que no sabía cómo enfrentarme. Le comenté a Duarte mi preocupación, digamos, esencial u ontológica. Práctica como es ella hasta para los asuntos del alma, me indicó con acierto el camino. Súbete hasta lo alto de la tribuna y allí, donde todavía aparece el atril desde donde el Furher lanzaba sus furibundos discursos, seguro que cobra algo de sentido toda esta desolación que nos rodea. Era la desolación que trasmitían  una ruinas que se mantienen en pie con el único objetivo de no olvidar la historia, para no volver al regazo de las batallas, tal y como no recuerdan en la fábula las batallas europeas de Sagunto y Poitiers. Aunque la verdadera desolación se echó encima de mí cuando, siguiendo la recomendación de Duarte, subí hasta el lugar desde donde el Furher hablaba a las masas y comprobé que delante de mí no había nadie. Y que yo allí arriba no era nada. Y que toda aquella megalómana construcción, a imagen y semejanza del altar de Pérgamo que se conserva en Berlín sin un rasguño, me resultaba difícil, dificilísimo incluso, comprender que hubiera sido concebida para que un cabo furriel con bigotito le dijera lo que tenían que hacer a millones de ciudadanos, que aparecían ante él como una de esas manadas de bóvidos que atraviesan cada año la sabana africana, para llevar a cabo su cita con las mandíbulas de los caimanes que los esperan ocultos en las orillas de los ríos que se cruzan en su peregrinar a la busca de pastos frescos. Como si tuvieran un hambre inopinada, nunca antes sentida ni localizada en el estómago, miré fijo la enorme campa que en el documental de Riefenstahl aparecía abarrotada de fieles bóvidos arios entregados a las palabras que salían de las fauces de su guía recién estrenado. En el documental faltaban diez años para que el lugar que retrataba Riefenstahl saltara por los aires y se convirtiera en las ruinas que yo pisaba en el momento que miraba a la campa de Zeppelin vacía. Ese vaivén del tiempo que se daba sin parar en mi cabeza, sin que hubiera una mando a distancia que lo detuviera, es lo que yo llamo la desolación que le da el valor a aquellas ruinas. Y fuera eso, quizá, a lo que se refieren sin parar los predicadores que se dedican con toda su buena voluntad a tratar de evitar que aquellos hechos se repitan. Aunque yo lo comprendí mejor, valga la paradoja, a través de las palabras de las batallas europeas en la fábula que he mencionado. Desde el pie de la tribuna, Duarte hizo un par de fotos, encuadradas en picado ascendente hacia el atril donde yo me encontraba. Dejar constancia de que he estado en el lugar de los hechos, no me sirve para aumentar mi narcisismo de internauta, por decirlo así, pues no tengo costumbre de salir a pasearme por esas redes sociales de dios, sino más bien para poder volver sobre la incertidumbre que sabía no iba a dejar de acosarme desde el momento que lo abandonara, que fue cuando Duarte me advirtió que un comando de turistas perfectamente organizados se acercaba en lontananza con la intención de encaramarse al mismo lugar donde yo me encontraba. Allí el guía que iba delante les explicaría, con todo lujo de datos y detalles, la verdad histórica de lo que allí realmente sucedió. El imaginarlo así, mientras descendía las escalinatas para encontrarme de nuevo con Duarte, no hizo otra cosa que aumentar mi desolación e incertidumbre.