jueves, 25 de enero de 2018

EL BORDE INFINITO

Nietzsche dijo que no podía existir un Dios; si existiese, ¿cómo iba él a soportar no serlo? En el borde infinito de aquel atril de Zeppelintribüne (anticipo trágico y sangriento de lo que sería después, y hasta hoy, la broma infinita donde sobrevivimos) era posible sentir esta incertidumbre divina delante de toda aquella masa enfervorizada ausente. Era un sentimiento que se me echó encima. Mientras yo lo ocupaba, el vacío y el silencio casi absolutos fue lo único que experimenté mientras estuve allí quieto, mirando sin pestañear en lontananza. Si toda aquella enorme campa que tenía delante de mí, se llenara ordenadamente de personas a la espera de que yo dijera cualquier sandez recubierta con vitola de verdad incuestionable, me dije, sin duda tendría el desasosiego ante la posibilidad de algún día verla vacía, o no suficientemente llena, de tener que aceptar la condición de un dios falso que necesita lo peor de la condición humana, su sumisión incondicional, para subsistir. Sea por ello, tal vez, que el documental de Riefenstahl trasmita ese aura de eternidad, falto de todo vestigio de tiempo histórico en su montaje final, de que Nuremberg, epítome del mundo, con el Furher al frente, ha alcanzado su máximo esplendor sin ninguna posibilidad de tener que padecer la humillación de la caída. O de la traición. Todo ha llegado a lo más alto y ahí debe permanecer por los siglos de los siglos. Sin embargo, yo estaba en lo más alto que señalan las imágenes del documental y, al mismo tiempo, todo había desaparecido hacía más de ochenta años. ¿No era esa la imagen cabal del fundamento de lo que conocemos por modernidad, instalada sobre el valor de las ruinas? ¿No derivaba de ella, pensé, la dudosa existencia de los dioses, al decir de Nietzsche?: tener que confiar su eterna visibilidad a los caprichos y veleidades de los humanos. Pero si no lo hacen, no existen. Mientras que deciden que hacer, se hace comprensible su provisional desaparición de la faz del lado occidental del planeta, al menos de la manera a que nos tenían acostumbrados. ¿Qué es lo que nos están contando y nos estamos contando desde entonces? Definitivamente fuera del carril que nos había diseñado la Historia con Mayúsculas, ¿lloramos amargamente nuestro destierro en la cuneta o borde infinito hacia nos han desplazado? No parece que las lágrimas hayan venido a bendecir, o a dar significado, al valor de aquellas  ruinas. Muy al contrario, las ruinas son las ruinas y están bien donde se han quedado, pues ahí es donde mejor servicio prestan a quienes de forma intermitente las visitan. En efecto, no había llegado a donde me esperaba Duarte, y la tribuna principal de la Zeppelintribüne había sido ocupada por un grupo enorme de visitantes, que escuchaban atentos las indicaciones del guía que los había llevado hasta allí. Como suele ocurrir en este tipo de visitas, al contrario de lo que sucedió en el mismo lugar hace más de ochenta años, casi nadie escuchaba las explicaciones bien documentadas históricamente que seguramente les estaba contando el guía. Nada más llegar a donde se encontraba Duarte, me hizo una señal con la cabeza en dirección a lo que está sucediendo en el mismo lugar donde hacía unos minutos había estado yo solo con mis cavilaciones. Pocos eran los que no trataban, con esa desesperación tan propia del turista accidental actual, de hacer todas las fotos posibles a lo que les rodeaba. Me di cuenta, sin embargo, que la desesperación les venía de que por más fotos que hacían lo único que sucedía es que querían hacer más. Ninguna acaban de satisfacerle. El ademán histérico con que movían las cámaras así los delataba. Una prueba más, pensé, del valor de esas ruinas sin canas. Ni siquiera se dejan atrapar por la obsesión inofensiva del turista inofensivo actual. Pues ya son parte indisociable del borde infinito donde las dejaron las bombas que así las convirtieron. De un tipo que solo hace clic desde la cuneta o el borde infinito de la Historia con Mayúsculas, esa forma de impedir que diga lo que le hacen sentir las historias que oculta aquella Historia grande y megalómana, no viene a cuento pensar que pueda ser fuente de algún tipo insospechado de amenaza. Desde el documental de Riefenstahl todo quedó atado y bien atado.


Antes de volver a coger las bicis, a Duarte le entraron unas ganas inaplazables de beber una Coca Cola. Nos sentamos en la terraza de un pequeño quiosco que, a la salida la Zeppelintribün, ofrecía a los visitantes cervezas, perritos calientes y, como no, Coca Colas. Desde esa perspectiva, todavía puede observar a un padre que trataba de enseñar a su hija pequeña a deslizarse sobre sus patines sobre el asfalto de la carretera cerrada al tráfico de coches, que habían construido justo debajo del atril de la tribuna del campo de Zeppelin, donde el guía continuaba impertérrito tratando de atraer la atención de sus clientes.