miércoles, 10 de enero de 2018

CENAS DE AMIGAS

Las cenas de amigas es uno de los artificios más hermosos (en el sentido que usa Martel la palabra artificio) que ha inventado la modernidad. Todo empezó con los salones de Paris del siglo XVIII, muchos de ellos dirigidos y protagonizados por mujeres, y piando piando hemos llegado hasta las cenas de las chonis de belleza poligonera, según la jerga, en el momento presente, máximo exponente de la democratización de aquellos salones. Entre medias, como no, hay cenas de profesoras, madres primerizas, profesionales liberales y liberadas, separadas con ganas de volver a estar matrimoniadas, solteras por convicción, etc., que sin participar estrictamente del ideario choni se apuntan a esta necesidad de quedar para estar juntas de vez en cuando.

Dije antes artificio hermoso porque las fatrías masculinas, o cenas de amigos, siempre me han parecido interesadas, o para levantar una guerra donde no la hay, o para arruinar un negocio floreciente, o para todo lo contrario. No digo que las mujeres de la candente actualidad no tengan esos mismos intereses, reuniéndose oportunamente para ello con los hombres, siendo entre ellos igualmente depredadoras, a lo que me refiero es que las cenas de amigas creo que se organizan alrededor de un resto ancestral y misterioso que todas, sean conscientes o no, conservan. Y la cena es el artificio didáctico que hace que se reconcilien con ese misterio. Es por ello que en esas cenas de amigas, ni pensarlo en las cenas de amigos, no puede haber sorpresa, ni asombro. Únicamente autocomplacencia. Aunque es en ese resto ancestral de las unas conservado a socaire de esa nueva brutalidad intelectual, o “mansplaining”, también ancestral de los otros, donde se aloja, paradójicamente, todo lo que puede haber de sorpresa y asombro, en fin, de imaginación en la vida de las unas y de los otros. O dicho con otras palabras, es ahí donde las unas pueden conversar con los otros más allá, o al margen, de la reproducción y mantenimiento de la especie. Donde hij@s con hij@s e hij@s sin hij@s podemos y deberíamos conversar como ciudadan@s. Y corresponde al arte, Martel dixit, hacer todo eso visible en cada época, tanto en lo que se refiere a los espacios como a los lenguajes que mejor le convengan a los protagonistas, para que la voluntad de hacerlo sea correspondida con el amor por lo que hacen. Única forma de recuperar, o renovar , la intensidad de estar vivo que nos proporciona la relación con el arte o lo creativo. Educando así, de paso, a nuestros vástagos. Tratando de salir del agujero en el que nos hemos metido, tal vez por habernos instalado confortablemente en el ámbito artificioso que proporciona mirar solo a través del artificio.

Algo, sin embargo, hemos hecho mal en nuestro cuarentañismo democrático si nos atenemos a lo que cuenta Remedios Zafra en su libro, “El entusiasmo. Precariedad y trabajo creativo en la era digital”, último premio Herralde de ensayo. La autora del libro reconoce en una entrevista que el libro se lo inspiró una frase que un estudiante le escribió en un trabajo, dice así: “Nos han hecho creer que somos libres, que tenemos capacidad para controlar nuestro destino y que con más o menos esfuerzo seremos capaces de conseguir aquello que nos propongamos. Estas ideas no solo no son ciertas, sino que son una fuente de frustración”. (Marcos Casado)

Las primeras palabras del primer capítulo del libro que Zafra titula, 
“los pobres crean”, dicen así:

“Puede que solo dos estados de ánimo constante hagan que la vida valga la pena ser vivida. Yo diría el noble goce de una pasión creadora o el desamparo de perderla. Me refiero a esa pasión que punza y arrastra y que nos motiva a anteponer el deseo frente al inmovilismo, el hacer frente al tener, una práctica creativa frente a, por ejemplo, un trabajo alienante, esa sensación que perturba «profundamente» frente a la que resigna o reconforta.

Y en esta pulsión primera me parece que no debiera ser tan determinante su instrumento - palabra, tecla, cuerpo o pincel -, sino que algo trastoca la posibilidad de esta pasión cuando de la práctica creativa llevada por el entusiasmo pueden derivarse trabajos capaces de proyectarse como futuro, es decir, trabajos de los que se puede vivir y trabajos de los que no. Cuando sentida y buscada esta pasión no puede ser ejercida y late el desamparo de verla aplazada permanentemente”. 

Respecto a las palabras del estudiante, ¿quien están detrás de ese “nos han hecho creer que somos libres”?

Respecto al título del capítulo, ¿a que pobres se refiere Zafra cuando los califica como creadores?: pobres económicos o pobres de espíritu. ¿Es la creación la principal prioridad de un pobre económico, la es si es solo un pobre de espíritu? ¿Que es ser hoy pobre económico y que es ser pobre de espíritu? Y una tercera y cuarta pregunta que yo formularía en una imposible conversación entre aquellos ciudadanos que he mencionado antes, ¿en qué medida ha colaborado a la frustración del estudiante y al extraño por populista título que ha elegido la autora para el comienzo de su reflexión, un fenómeno característico de la educación de ese cuarentañismo democrático aludido, a saber, las Actividades Extraescolares? Unas actividades extraescolares que han hecho aparecer esas primeras punzadas en el niño y la niña, a las que se refiere Zafra, todas de matriz e inspiración creativa, que han convivido, sin embargo, con la instalación paulatina en el artificio existencial de sus “entusiastas promotores”, tanto en el hogar como en el aula. ¿Por qué todas esas punzadas creativas, acumuladas durante el cuarentañismo democrático, no consiguen sacarnos del entusiasta artificio con que hemos envuelto nuestra autocomplaciente existencia? Lo que sí ha “creado”, a cambio, es un mundo sin épica pero lleno de expectativas (?) para nuestros vástagos, tal y como denomina Zafra a lo que hay.