miércoles, 26 de julio de 2017

TEMPESTADES DE ACERO

Ni que decir tiene que no estoy pidiendo que la tropa de los millenials hagan la mili, pero sí que, muchos de ellos, sean menos “cobardes” en su particular campo de batalla en el que combaten cada día. Las redes sociales se han convertido en un nido de franco tiradores sin valor y sin coraje. Apostados en el anonimato y la impunidad disparan sin que corran el peligro de que ninguna bala, por contra, les haga sentir verdaderamente el sentido de la vida. Es más, solo con esa actividad bélica en una sola dirección dan sentido a lo que hacen cada día. Lo que no evita que ahí agazapados sean unos cazadores, a fuerza de pulsar un botón ametrallador con el que disparan contra todo lo que se mueve afuera y, al mismo tiempo, un frontón donde todo la exterioridad rebota. En fin, se han convertido en unos guerreros de almas tristes. Ese tipo de almas, como le dice Virgilio a Dante en la Divina Comedia, que vivieron el mundo sin “vituperio y alabanza”. Al cielo no pueden subir para que el cielo bendiga todas las bondades de las que han sido capaces, pues para ellos no hay cielo. Al infierno no pueden bajar para ser condenados por su pecados, porque no hay diablo que este dispuesto a admitirlos, sin caer el mismo en el más perfecto de los desprestigios antes los otros revolucionarios del mundo. Las grandes virtudes de la misericordia y la justicia no quieren saber nada de ellos por no quedar definitivamente manchadas. El mundo, en fin, no tiene la menor intención de guardar algún recuerdo de sus pendencias digitales, pues son ellos mismos quienes han hecho de sus vida un evento de usar y tirar. Sin voluntad de una duración remarcable, que pueda servir de ejemplo para la posteridad. El mundo protector burgués no es para ellos, como lo era para Jünger. "Hay en este mundo mucha gente como nosotros. Gente para quien el mundo tal como es, el pulcro mundo de los horarios y los trenes que llegan a su hora, el bullicio de las calles, los días laborales y tanta organización, la televisión y los estantes de los supermercados con todos esos colores que se te meten por los ojos, los gimnasios y los restaurantes, ese mundo, exactamente tal y como es, es la mayor mierda que existe" (La sombra del mundo, de Nir Baram, 2015). El escritor alemán ante una situación como la actual, de paz y prosperidad burguesas, decía hace cien años. “Nunca nos pararemos en ningún lugar donde la llamarada no nos haya trazado el camino, donde los lanzallamas no hayan realizado la gran limpieza a través de la nada. Porque nosotros no somos ciudadanos. Somos hijos de guerras y de guerras civiles; y sólo cuando se haya limpiado todo esto, el espectáculo de los círculos que giran el vacío, podrá desarrollarse lo que todavía se esconde en nosotros de naturaleza, de elemental, de auténticamente salvaje, de capacidad para la generación real con sangre y semilla. Solo entonces se dará la posibilidad de nuevas formas” (Tempestades de acero, Ernst Jünger).

¿Cual es la diferencia? Jünger fue el último romántico armado, herido en multitud de ocasiones y merecedor de altas condecoraciones. La voz narradora del relato de Nir Baram ya no lo es, ni puede llegar a ser nada de eso. Pero cree que añorando sutilmente lo que no ha vivido, ni sentido, puede volver a traerlo al escenario real del mundo. Y dominarlo en beneficio propio. Bajo la protección de esa comunidad de nostalgias que mencioné el otro día, la tropa de los millenials creen que la digitalización del mundo ha hecho desaparecer las tempestades de acero que describía Jünger en sus escritos. Creen, como todo lo que les llega a través de la pantalla, que el mundo se derriba con una huelga general a nivel mundial, convocada mediante un par de cliks desde sus ordenadores. Es cierto que no hay probabilidad inminente de una tercera guerra mundial al estilo como la celebró Jünger en sus recuerdos, lo cual no quiere decir que haya paz en el mundo. Ello no significa otra cosa que el epitafio adelantado de la humanidad, “no nos entendemos”, continúa alumbrando desde su hipotética tumba común, las idóneas condiciones de posibilidad de que si haya esa temida guerra, o que ya estemos metidos en ella sin que nos hayamos dado cuenta, debido al efecto multiplicador que tiene el hecho de que hoy la incomunicación y sus frentes de batalla asociados se han digitalizado. Y también que, delante un ordenador, no hay que jurar fidelidad a ninguna bandera, ni tener que mantener la fe en ningún discurso. Basta con tener una voluntad digital de cambio universal que tumbe el mundo igual que se tumbaría un castillo de naipes. Otra cosa es, sin embargo, que delante de sus pantallas, estén convencidos de que este mundo es un castillo de naipes. Y es que desde sus pantallas la tropa de los millenials nos hacen creer, al menos, que todo se resuelve como lo hacen en los video juegos. O dicho a las bravas, ellos creen que el mundo funciona con un vídeo juego, y sus mayores también. La nostalgia compartida pone la argamasa que los mantiene felizmente unidos. Mientras tanto, el mundo real sigue avanzando a golpe de sus eternas tempestades de sangre, dolor, barro y acero. Como siempre.