La lectora que notó que a la novela le faltaba trascendencia, como decía ayer, sabe que la existencia del árbol no es lo mismo que la palabra que la nombra creando la realidad árbol, de ahí la necesidad de trascender desde la existencia del árbol, que se encuentra a la misma altura que la existencia de esa lectora en el momento de leer, hasta la palabra que crea la realidad árbol para poder sentir que ha leído y comprobar como ha leído. Es decir, para experimentar como la existencia humana de quién lee se ha convertido en realidad lectora. Acepta, digamos, la distancia estética que existe entre la existencia del árbol y la realidad del árbol creada mediante su representación verbal, como condición de posibilidad para que pueda llevar a cabo la lectura. Se ve a sí misma leyendo, pero dentro de esa distancia que hay entre ella y el Narrador que cuenta en la novela. Una distancia que viene definida por la intención y el sentido de aquel, y que si la recorre se acaba convirtiendo en la experiencia propia y apropiada de la lectora. Mientras que los lectores, que sentían que la novela estaba hecha a su medida, no solo creen que la existencia del árbol y la realidad árbol que la representa sean lo mismo, congratulándose que ambas se mantuvieran a la misma altura que la suya propia durante la lectura, sino que no se quedaban conformes del todo si la existencia del árbol que leían, valga la hipérbole para entendernos, no llevaba incorporada sobre el papel la función clorofílica que la define.
Los románticos de 1800, a pesar de ser unos entusiastas de la revolución francesa y de la racionalidad que la inspiró, no dejaron de mirar con atención en los abismos de los hombres. Después de comprobar lo que allí permanecía de manera inalterable, a pesar de los cantos de luminosidad revolucionarios, se mostraron desconfiados de esa racionalidad que se había hecho autoreferencial en el mismo acto revolucionario y que acabaría por ocupar de manera casi absoluta, doscientos años después y ya sin la molestia de los poetas, el imaginario de quienes hoy engatusan y se dejan engatusar por las luminarias de la revolución digital del presente. Ello fue posible porque los románticos de 1800 nunca dejaron de tener una visión trascendente de la existencia, aunque después sus vidas fueran por derroteros diferentes y contradictorios. Lo que me interesa resaltar es que, en esos años de fervor poético, no se dejaron conquistar por la idea de que pudieran verse a sí mismos viéndose a sí mismos viendo las cosas y las personas del mundo nuevo que anunciaba la revolución. Algo a lo que los principales líderes de aquel magno episodio y sus palmeros eran adictos, sin que les hiciera falta que mediara entre ellos la televisión y las redes sociales. Más bien se anticiparon e indicaron el camino donde debían poner sus kioskos de venta los comerciales y vendedores digitales actuales.
Novalis, uno de los poetas románticos más representativos de ese momento de 1800, era plenamente consciente de que sus reflexiones no estaban alentadas por el realismo político del momento revolucionario. En una de sus cartas reconoce que no hace otra cosa que poesía. En su ensayo “La cristiandad o Europa” deja patente su trascendencia poética, por encima del realismo político que lo inspira. Dejo una muestra de ello.
“El buen observador considera tranquilo y despreocupado los trastornos del Estado en los nuevos tiempos. Los revolucionarios del Estado, ¿no se parecen a Sísifo? Acaba de alcanzar la cúspide del equilibrio y ya rueda hacia abajo la pesada carga por la otra ladera. Nunca se quedará arriba si una atracción hacia el cielo no la mantiene equilibrada en la cumbre. Cualquier soporte es demasiado débil si vuestro Estado mantiene la tendencia hacia la tierra. Pero si lo vinculáis a las alturas del cielo mediante una añoranza superior, si le dais una relación con el todo del mundo, entonces tendréis en él un resorte infatigable y recibiréis abundante premio por vuestros esfuerzos.”