Era el gran temor de los románticos de 1800, ante la uniformidad creciente que habían traído los cantos y los cuentos de la revolución francesa. Llamaban filisteos (hoy millenials) a los que se acomodaban a una vida exclusivamente utilitaria. Lo recto y medido, aunque exteriormente sea espacioso, tiene el efecto paradójico de provocar un sentimiento de estrechez. Así la insatisfacción constante de los millenials en su deambular constante por internet, como paradigma de lo recto, medido y, ahora, de la velocidad instantánea de la luz.
Fíjate, ante este panorama, lo que has perdido, tu mirada y tu voz romántica. Una pérdida que has trasmitido en forma de carencia irreparable a esos nuevos filisteos que has traído al mundo. Cuando fuiste joven te empeñaste en escribir el último capítulo de la revolución que vivieron los románticos de 1800. Te pareció poca felicidad aquella, la querías toda. Mientras tanto los nuevos filisteos que trajiste al mundo fueron creciendo entre la robótica y la incredulidad. No habían cumplido los diez años y la felicidad por la que tan febrilmente luchaste les empezó a saber a poco. Lo de ser felices estaba bien, pero sobre todo querían ser rabiosamente individuales. Autistas. Lo cual no te produjo el menor atisbo de disgusto ante aquella colosal tradición a tu ideario juvenil, al ideario de la historia de humanidad. Muy al contrario lo vistes, o al menos eso fue lo que te dictó el juego de las apariencias al que estabas subscrito, como una continuación imaginativa de tu lealtad revolucionaria juvenil, que, por cierto, tu nunca tuviste con los carcamales de tus padres. Algo estaba empezando a cambiar, a lo que no sabías cómo sobreponerte. El horizonte que dibujaban los filisteos que estaban a tu cargo, no era el que tú habías imaginado cuando eras joven, pero tampoco podías decir que hubiera una regresión al mundo de sus abuelos. Eso lo hubieras detectado a la primera. Menudo olfato tienes ante lo que huele a reaccionario. Era otra cosa el mundo que empezaban alumbrar tus vástagos filisteos. No sabías lo que era, pero tenía la vital de joven, y tu no quieres envejecer, así que te pusiste incondicionalmente de su lado. Desempolvaste, por si acaso, el programa esplendoroso de los románticos de 1800: “dar alto sentido a lo ordinario, a lo conocido la dignidad de lo desconocido, apariencia infinita a lo finito” (Novalis), pero ni con esas. Comprobaste que lo habías convertido en herrumbrosa superstición, que languidecía en algún rincón oscuro de tu alma - dices ahora - pero que cuando entonces habías declarado como inexistente. Entonces, ¿qué? Cómo no podía ser de otra manera, tu también te has convertido en un filisteo. Mejor dicho, te has convertido en un filisteo estrábico. Ves en lo que hay lo que le falta o lo que le sobra, ves, de repente, ante la lectura un libro la linea de fuga de la trascendencia, en fin, todavía no eres tan cínico como para no ver el mundo sin retrovisor, pero a la hora de la verdad el desparpajo digital de tus vástagos filisteos te vence, y acabas plegándote a sus exigencias: máxima regularidad y velocidad en el espacio de Internet y Repetición en el tiempo de la vida cotidiana. Ergo, no los molestes. ¿Hasta cuánto estás dispuesto a financiar tanto cansancio y aburrimiento?
Siguiendo con lo que ya advirtieron los románticos de 1800, aunque el espacio parezca amplio y por el se pueda transitar a toda pastilla, la indignación y el aburrimiento que les son propios y apropiados a las personas racionales pero intrascendentes (sin vocación de ir más allá del balcón de su teléfono móvil), hacen todo irremediablemente estrecho alrededor de sus semejantes. Achicando, por tanto, el mundo. Creyendo verlo todo a esa velocidad, la estrechez de sus miras acaba por producirles ceguera.