Las huellas que deja ese personaje, déjame que lo bautice como Peligro, que ha descubierto con horror su capacidad de hacerse desaparecer para siempre de la faz de la tierra, nos pueden llevar a recorrer el camino a la inversa. Por un lado su voz suena como la del primer dispositivo, no se si inteligente, pero si perfectamente autónomo y, por otro, como el último grito del ser humano sobre la tierra, antes de adentrarse en las tinieblas de esa mutación que su horror descubre ante el mismo. Como ya dije ayer, no es un horror, ni un grito dentro de la tradición habitual, sino el último horror y el último grito de algo que se acaba, pero que al confesarlo a un otro también es el primer horror y el primer grito de que ya no quiere que sea así, sino de algo que comienza. “Es un lamento, pero no quiero que me des la razón”. Sea como fuere, me parece que es un horror y un grito a tener en cuenta y a contar con ellos para cualquier itinerario vital, y narrativo, que hoy se quiera emprender. Ya dije que esto no viene del Romanticismo primero, sino de las ruinas que su incontrolable evolución dejó a su paso en su fase más delirante y asesina: el nazismo, que ya anunciara Jünger con sus soflamas llameantes. Si Jünger calificó a lo que empezaba como las tempestades de acero, Joseph Goebbels, máximo jerarca de la propaganda del nacionalsocialismo calificó a esa tradición del espíritu alemán como Romanticismo de acero. La metáfora no puede ser más literal, valga la paradoja. La imagen del mundo había perdido definitivamente ese aire etéreo y con vistas al pasado antiguo, con el que soñaron los románticos de 1800, y se había hecho dura y presente como el acero, pero también, como se vería después en el 1945, frágil como el diamante. Escuchemos lo que a este respecto dijo Goebbels en el discurso programático para la apertura de la Cámara de la Cultura del Imperio, pronunciado el 15 de noviembre de 1933, donde pedía “un Romanticismo que no se esconde ante las durezas de la existencia y no intenta escapar a lejanías azules, un Romanticismo que tiene el valor de enfrentarse a los problemas y de mirarlos a los ojos sin compasión, con firmeza y sin vacilar”. La fórmula Romanticismo de acero expresa con claridad el rasgo fundamental del régimen nacional socialista. Comoquiera que se haya entendido o se entiendan los asuntos del alma, venía a decir, estos debían reconciliarse con la técnica, para que los hiciera funcionar a pleno rendimiento en el plano industrial, construyeran coches y autopistas, y estuvieran preparados para la guerra. Había nacido lo que más tarde el filósofo francés, Michel Foucault, denominó la era de los dispositivos.
El dispositivo es una red inextricable de discursos, instituciones, leyes, proposiciones, intenciones y casi cualquier cosa que incluya una función estratégica concreta, con el resultado del establecimiento de relaciones entre el saber y el poder. Es decir, es la forma en que se establece el poder en cada época, en un modo que va más allá de la simple autoridad (que hay que ganarse). Los individuos hacen suyos los dispositivos construyendo un sistema de creencias y sentimientos que aplican como propios, convencidos de que su procedencia es privada o intima. De ahí que haya que distinguir en cualquier momento, hoy más que nunca, entre dispositivos y seres vivientes con alma. Es decir, ver hasta qué punto los individuos han asimilado los dispositivos y hasta qué punto están en condiciones de pensar por sí mismos. En fin. Sobre las ruinas de los dispositivos del Romanticismo de acero, cayeron, primero en forma de bombas y luego en forma de planes de desarrollo, los dispositivos de un nuevo Renacimiento que, como aquel, fueran los que fueran los asuntos del alma de los supervivientes de la gran debacle, les continuaron exigiendo la reconciliación con los nuevos imperativos de la técnica surgida de la guerra. Terror nuclear incluido. Los dispositivos del nuevo Renacimiento amontonaron o quemaron los escombros de los dispositivos del Romanticismo de acero que ellos mismos habían destruido, y se dedicaron a construir lo que ha acabado siendo con los años el nuevo Renacimiento digital, en el que Peligro y su tropa han alojado sus cuerpos y eso que sea su alma. Unas almas que, al hilo de los temores que confiesa Peligro respecto a su capacidad de suicidarse, da la impresión que comienzan a tener los primeros síntomas de acabamiento respecto a la adaptación incondicional que los patrocinadores del nuevo Renacimiento digital les han exigido, como la única manera de estar en el nuevo mundo.
Yo los vengo llamando cariñosamente “Tropa de los millenials”, por situarlos convencionalmente en el calendario, y porque conservan del engreído Romanticismo de acero ese aire militar, corporativo y excluyente, alrededor de una extraña e inquietante comunidad nostálgica a la que pertenece con pleno derecho Peligro. Cuando le oigo anunciar su horror, como si fuera el primer horror, pienso que alguien de su cofradía nostálgica se lo ha consentido. Peligro es un peligro porque nada más le han contado un cuento sin fin, un cuento inmortal al que sus miedos de repente le han escrito la última página. Peligro es un peligro porque sus temores me hacen ver que el peligro no es la técnica, sino el único cuento interminable con el que ha vivido, contado una y otra vez, como hablan los loros, dentro de su única comunidad nostálgica de pertenencia. El peligro es vivir con un sólo cuento, no el soporte donde lo leas o lo escribas. El peligro es también contar tu cuento, una y otra vez, a quien no ha dejado de oírte desde que naciste, que siempre mostrará su aquiescencia más complaciente. Contra todo pronóstico de su cofradía nostálgica, Peligro siente horror ante su capacidad asesina de si mismo. ¿Lo que siente es por qué piensa que traiciona la lealtad que debe a la comunidad nostálgica a la que pertenece? ¿Lo siente es por qué ha visto por su cuenta el peligro de su único cuento? ¿Qué forma tiene el peligro que deprime a Peligro por ver su capacidad autoaniquiladora? En esas preguntas se juega Peligro su carácter y su destino. Y el de quienes lo rodean con nostalgia ajena y añeja.